La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Acababa de abrir los ojos Juan Emparalelo e iba tomando conciencia de que se encontraba postrado en una cama de hospital. Le costaba un mundo mover los dedos de los pies, casi insensibles, más aún flexionar las piernas; alzó levemente la cabeza y halló la respuesta con prontitud: tenía las extremidades inferiores inmovilizadas hasta la cadera. Entró su esposa poco después; mostró una visible alegría al encontrarle despierto y se dispuso a responder a la andanada de preguntas del damnificado. Lo último que recordaba Juan era haber parado el coche delante del estanco -en doble fila, como siempre-, abrir la puerta… y desde entonces la oscuridad. Le explicaron que el vehículo que circulaba inmediatamente detrás no había podido frenar y lo había arrollado. Se lamentó Juan de su desventura, clamó por lo inoportuno del accidente y acabó despotricando del conductor implicado por su falta de pericia.

No era momento para recordarle a Juan que dejar el coche aparcado de cualquier manera es una de las más visibles señales de incivismo y, por ende, supone una constante fuente de accidentes que no ocurren más porque la diosa Fortuna despliega generosamente su manto.

Elisa, su mujer, callaba discreta pero rememoraba la cantidad de veces que habían discutido por esa razón, hasta que se había dado cuenta de que la trasgresión había mutado en costumbre. La lista de infracciones era tan larga que, si hubiera sido castigada, habría supuesto la ruina definitiva de la familia. Por las mañanas, solía Juan obstruir un carril repleto porque tenía la sensación de ser un mejor padre si dejaba a sus hijos ante la entrada del colegio y no a veinte metros; antes de comer acostumbraba a tomar el aperitivo en un bar céntrico y ni tan siquiera buscaba un lugar idóneo para estacionar, pues dejaba el auto delante de la puerta con las llaves puestas; si su trabajo le obligaba a desplazarse, jamás caminaba: era mucho mejor trasladarse sobre ruedas, aún a sabiendas de las dificultades para aparcar debidamente. Por supuesto, cualquier gestión requería ubicar el coche lo más cerca posible, por eso de no gastar más suela de la precisa y lo peor es que, si alguien tenía la osadía de hacer sonar el claxon, se revolvía enfurecido, como si mil razones le asistieran y se cometiera una injusticia al recordarle que estaba transgrediendo una norma que debería ser una bandera.

Con todo, solo le habían multado una vez y tal fue su cólera que el suceso había sido relegado al olvido porque su mención preludiaba una pelotera de consecuencias impredecibles, todo porque el municipal se mostró impasible ante las absurdas justificaciones de Juan, cuyo coche impedía el paso en una vía principal en la peor hora, y al entregarle la notificación le recordó lo inapropiado de su conducta, como si hubiera vuelto de repente al colegio. Y el caso es que Elisa no consideraba a su marido un mal ciudadano. Cumplía con otras normas del civismo hasta con pulcritud: jamás tiraba un papel al suelo, se mostraba estricto con los ruidos que pudieran molestar a los vecinos, respetuoso con los turnos en caso de espera, vigilante de que los niños no alterasen la tranquilidad ajena…Pero siempre había llevado la doble fila en las entrañas y ello no podía considerarse precisamente un mérito.

Ahora, al oír cómo imploraba por su mala suerte, pensaba Elisa que esta aparece inopinadamente a veces, pero otras no es más que la consecuencia de la testarudez o la súbita aplicación de la Justicia Divina. Pero eso mejor no decírselo… por el momento.

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