Reflexiones de un tenor
Alonso Torres

Nadie sabía quién o quiénes lo habían construido, ni cuándo, aunque la obra no era demasiado vieja (estaba un poco destartalada la primera vez que lo vieron, pero no faltaron manitas que lo arreglaran, adecentaran y adornaran con flores varias: jazmines, rosas, buganvillas…), pero una tarde, en uno de sus paseos campestres (en uno de los largos, en los que se llevaban las viandas –y una guitarra y un par de mandolinas- para pasar el día por ahí, fuera de la ciudad) lo descubrieron, hacia el oeste, dejando primero atrás la carretera principal y después el camino del merendero de El Gordo, salía un sendero (apenas un dibujo invadido por hierbas silvestres) de entre dos acacias, y rodeado de vegetación, espesa, nada rala, se llegaba hasta el montículo desde el que se divisa la ciudad, Rímini, y el mar Adriático, no a sus pies, pero casi; ahí justamente se levanta el templete.

Cuando quedaban (una o dos veces por semana) para “la excursión”, no es que hablaran en clave o con secretismos, no, simplemente lo daban casi todo por hecho: eran los de siempre (alguna vez tenían invitados) e iban a donde siempre; unos lo llamaban el sitio, otros el lugar, los más románticos (entre los que no estaba el maestro), donde las flores, y los más austeros (casi nadie lo era), allí. Caminaban un par de buenas horas hasta llegar al merendero que les surtía de vino, productos de charcutería, queso y pan, ya no tenían por qué llevar desde la casa de cada cual nada, y la caminata era así más ligera, había una especie de apresuramiento, de andar ágil que no llegaba, por supuesto, a veloz, y luego, tras regatearle a El Gordo, ya bien pertrechados, una hora más hasta llegar a su retiro, a su castillo, a su mirador, a su secreto.

Rossini está sentado viendo cómo alguien trata de aventar una cometa, su amigo Carlo toca una tarantela con la mandolina, posiblemente la única que está afinada (la guitarra ha perdido sus bordones y ha sido abandonada en el esplendor de la hierba), Andrea canturrea una letra improvisada para aquel sonido cantarín y argentino, y alguien le pregunta al maestro: ¿no vas a volver a componer una sola ópera más?. Mira hacia su interlocutor con el ceño un poco fruncido: No, he dejado el trabajo duro, lo he dejado por esto (y en teatral gesto de su brazo, abarca lo inabarcable), así pues no me apuntes a la garganta y dame, antes de que me encienda un veleto (cigarros puros que le manda desde Cuba la fábrica “Barbarita”), un poco más de vino; por cierto, en estos día navideños lo que se debería conmemorar es el nacimiento de Newton, y no tantas pamplinas.

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