c.q.d.
Felipe Fernández

Se han encendido las luces. Metidos de lleno en el final del trimestre no hemos tenido tiempo de prepararnos. De sopetón, sin avisar, vuelven los buenos deseos, los abrazos largos y los dulces navideños. Mi memoria, cuyo disco duro ya empieza a dar señales de fatiga, recurre a los sentidos para encontrar la postura adecuada, sin excesos, sin hipocresías. Es así como las luces, los olores, el frío -casi artificial- nos sitúan en el lugar correcto, preparados para disfrutar el momento, para afrontar la emoción más incontenible de todas, el reencuentro. De niños, sofocábamos nuestra ansiedad en el encuentro con los primos, con los amigos; empeñábamos nuestro esfuerzo y nuestra garganta en los largos recorridos por el centro del pueblo después de la cena de Nochebuena entonando octosílabos inacabables, cantando para lograr ser los más afónicos, los últimos en ir a la cama. En aquella época feliz, maravillosa, ideal, no existían los “manuales para evitar las broncas familiares en Navidad”, ni las prevenciones en la elección de las conversaciones, sencillamente porque esos asuntos nos eran ajenos, aun inocentes de mezquindades y excesos. Cuando entonces, rellenábamos nuestras vacaciones con charlas inacabables sobre la vida y la muerte, sobre el amor y sus derivadas, y encontrábamos nuestro bienestar en la conversación y la camaradería. Luego hubo un tiempo de silencio en el que resulta difícil colocar los días y las horas, como si las ausencias nos impidieran distinguir con claridad. Y ahora, en la posición que otros ya ocuparon –nada más tranquilizador que el relevo se produzca con naturalidad- miramos y sentimos con los ojos de nuestros hijos, como si tuviéramos una segunda oportunidad para disfrutar lo disfrutado. Por eso, no puedo compartir la opinión de los que quieren evitar para otros lo que ellos ya disfrutaron, egoísmo impropio de los que buscan –dicen- la felicidad del ser humano por encima de todo. Así que, a pesar de los pesares, de las compras sin freno, de los “manuales” y de las conversaciones equivocadas, me permito proponerle que disfrute de las luces, que estreche manos y reparta abrazos según merecimientos, que cante sin temor a la lluvia, y que se mantenga lo más cerca posible de los suyos, único refugio en el que siempre encontrará generosidad y sosiego. ¡Felices Fiestas!

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