Desde mi ventana
Carmen Heras

En los albores del siglo XX, mi abuela -la que luego sería la madre de mi padre- viajó a Argentina en busca de las promesas de otra tierra pues la suya le era inhóspita. Encontró trabajo en Buenos Aires y aún conservo su foto en color sepia, no deslucida por el tiempo, en la que una mujer joven de ojos claros mira con expresión indefinida a la cámara, conforme a los usos de entonces, con la blusa de alto cuello, la falda hasta los pies y el rostro perfilado por un moño. Mi padre siempre dijo que cuando me veía moverme yo se la recordaba. Y no por el físico.

Me pregunto cuál fue el momento en que empezamos a adiestrar a nuestros hijos en la teoría de la marcha, en qué momento les inoculamos la creencia de que aquí es imposible hacer algo importante o distinto a lo qué hicieron sus padres. No es nada nuevo, lo hemos leído infinidad de veces en las biografías de muchos hombres y mujeres que vivieron antes de nosotros. Si los antiguos guerreaban fuera de sus entornos naturales para agrandar reinos y posesiones, para obtener riquezas y poder, los guerreros de ahora marchan mundo adelante a buscar fuera lo qué aquí no obtienen.

Han existido diásporas completas llenas de dolor e incertidumbre. Por ejemplo, la debida a la destrucción del pueblo de Israel en el siglo VI a.C. O la de los judíos de España ordenada por los Reyes Católicos en marzo de 1492. En Tel Avid, en Jerusalén, en Netanya, he hablado con descendientes de antiguos sefardíes, buenos conocedores y hablantes del idioma español, aprendido dentro de la familia, todos ellos provenientes -en distintas ramas- de aquellos que fueron expulsados de nuestro país. Para saber cuánto les dolió, solo hay que observar con atención las hermosas maquetas de las sinagogas expuestas en el Museo Beit Hatfutsot de Tel Avid -copia de los edificios construidos por el mundo- y fijarse en las de España, tan bellas y realzadas. Hay un amor -nostálgico y auténtico- en esa evocación. Además de otras cuestiones, claro.

La guerra civil española ocasionó salidas dolorosas hacia diferentes países del norte y del sur de América, algunas obligadas, otras por simple cautela o cobardía. A la luz de hoy, sabiendo lo qué vino después, se nos antoja comprensible. Hubo quien volvió y quien nunca lo hizo y es fácil entrever el aroma de la nostalgia en las obras de algunos creadores de aquellos, aunque la mente y el corazón tengan la facultad de acorcharse para esconder emociones y afectos.

Construir todo cuanto conduce a la posesión de un nuevo acervo cultural ocasiona unos costes -emocionales e intelectuales- fruto de perder -en alguna medida- las propias vivencias por razón de nacimiento. Ser ciudadanos del mundo es lo qué tiene. Y si las marchas de un país, de una región se producen en número alto, existe una responsabilidad política en ello. Sin duda. Apúntenlo, para la próxima vez que nos pidan confianza.

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