Desde mi ventana
Carmen Heras
Mi padre (al igual que me pasa a mí) siempre durmió mal. Por eso su mesilla de noche estaba ocupada, además de por la lamparita, con libros y revistas que leía de madrugada. Variaba la oferta, como es lógico, pero algunos títulos siempre permanecieron allí, lo que (ahora lo pienso) daban clara muestra de algunos de los intereses que tuvo y de una manera de entender la vida y enfrentársele.
Yo, desde muy niña, entraba al dormitorio y curioseaba. Me acostumbré a repasar entre sus páginas lecturas que nada tenían que ver con las aconsejadas en el cole. Puede que venga de ahí ese sentimiento ácrata, con respecto a la lectura, que me acompaña. No soy de leer según modas y editoriales. Me guío más bien por la intuición y los reflejos visualizando las tramas, los conflictos y los títulos. Me equivoco, claro, pero de cualquier libro, a menudo, una puede entresacar cosas bellas y sutiles enseñanzas.
Pues a lo que iba. De los libros perennes de mi padre recuerdo tres en especial: Las “Memorias” de Salvador de Madariaga, las “Charlas de café“ de Ramón y Cajal, y “Las mil mejores poesías de la Lengua Castellana”. Cuando murió, ya a edad avanzada, mi madre los recogió con cariño y la mesita dejó de tener su impronta y su carisma.
Son tres textos, a mi juicio, extraordinarios, que produjeron en mi (ahora lo sé) un montón de sensaciones contrapuestas, que sin duda han construido parte de mi personalidad. Salvador de Madariaga fue un diplomático liberal, culto y refinado que se exilió de España a la llegada de Franco al poder. Suyos son algunos análisis de aquella época que nos acompañan. En el libro de Ramón y Cajal se recogen los pensamientos (quizá) más “cotidianos” de un verdadero científico, en el pleno sentido del término, cuya vocación y trabajos son hoy ampliamente reconocidos y valorados por la Humanidad. Y el último es un exponente (hasta ese momento) de las poesías más hermosas de la lengua castellana y su selección (que luego ha sido ampliamente mejorada y actualizada) implica reconocer y dar cabida a una sensibilidad poética indispensable en la formación de los seres humanos.
Del contraste entre diferentes teorías, miradas, apreciaciones o pareceres llega el conflicto intelectual y desde ahí parte el conocimiento (enseñamos los educadores). Cuando una nueva situación o idea llega hasta nosotros, de alguna forma desestabiliza el esquema establecido, el conjunto de creencias e interpretaciones que teníamos hasta ese momento. Hacerle hueco en el mismo no es fácil y exige un cierto desgarro hasta que lo conseguimos. Porque saber más implica desprenderse de las ideas preconcebidas e intentar, sin prejuicios, aprehender lo que llega. Sin matonismos.
Quizá por ello las organizaciones políticas se han quedado tan atrasadas. Su supervivencia parece depender más de mantener al máximo algunas de las ortodoxias de su formación que en rejuvenecerse de una manera seria a la par que lo hace el mundo. Parecen temer que si su militancia contrastara seriamente las ideas y los liderazgos, pudiera irse o quedarse optando por otros “caudillos”. Pero, amigos, solo desde el contraste surge la necesidad de una mayor información y por ende de unos propios y mayores convencimientos, tan necesarios para luego convencer a otros. Todo mucho más sopesado y más creíble.