Reflexiones de un tenor
Alonso Torres

Ha sido un grito de desesperación teñido de humor (ha extendido los brazos, las palmas de las manos levantadas, los ojos muy abiertos y una fuerte voz ha llenado de repente el salón). Ambos entienden que deben reír o por lo menos, sonreír. Así lo hacen, ella más que él porque el hombre solo bosqueja una de esas sonrisas que en una película de espías quedaría como de tipo duro. Pero no lo es, ha venido llorando durante todo el trayecto, desde la capital, conduciendo y llorando, conduciendo y sorbiéndose los mocos, conduciendo y secándose las lágrimas, y al acercarse al pueblo de los abuelos maternos ha pensado en voz alta, “ahí, donde más duele”, y tras tomar el camino viejo y dejar la ermita a la derecha, llegando a la abandonada y muy deteriorada casa solariega de los Mantellez, herederos que son de cierto conquistador español (de El Paltrinam y que vuelto enriquecido a la península sentó sus orgullosas posaderas en estos lares), ha parado, se ha bajado del coche y se ha encendido un cigarrillo. Y ha llorado sin pausa, sin miedo, y sin consuelo.

Ella está en el dintel del balcón de la derecha (en el salón hay tres, el de la izquierda está acristalado, y en él, sobre la mesa de mimbre, hay restos de un juego de té), no hay cortinas, pero sí una persiana de madera subida justo por encima de su cabeza. La mira desde atrás, apoyado en el borde de la mesa central (se abría solo en ocasiones especiales, ya saben: bautizos, comuniones, bodas, negocios y fallecimientos), bajo sus pies una grandísima alfombra gastada, deshilachada y con agujeros producidos por las ratas y por cualquier otro animal que pulule por allí (han visto cuando entraban, lo más juntos que han estado el uno del otro, un gato color marrón que ha huido hacia la cocina, o mejor dicho, hacia las cocinas de la parte de atrás de la planta baja). Ella se gira, al cabo de un instante, que les parece una eternidad (se han mirado a los ojos y apenas han aguantado un, dos, tres segundos), y el silencio se rompe.

Cada uno por su lado, ven aquello que van a vender a la inmobiliaria, a la constructora, toda la finca para construir un campo de golf (18 hoyos) con lujosos chalets. A las doce de la mañana el sol aprieta, pero bajo los álamos del estanque, donde ahora se encuentran, al borde del agua, entre la hierba, se está muy a gusto. Decide, sí, preguntar, aunque el miedo y la vergüenza sean atroces, preguntará, ha contado hasta cien y cree, y sabe, y siente, que no habrá otra oportunidad, y el sitio es… es hacia donde ella miraba desde el balcón.

 

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