La magia del iceberg /
VÍCTOR M. JIMÉNEZ

Fraguaron la traición en su ausencia. Aprovecharon la oscuridad de la noche, la soledad de la casa y el frío de las sábanas para el ataque letal. Cierto era que los balances marcaban pérdidas terribles, pero de malas situaciones habían escapado otras veces.

Mientras, en la distancia, se dejaba adular por los vasallos de los traidores. Entretenían sus horas y le ofrecían los mejores vinos con falsas sonrisas.

En las sombras se afilaban los cuchillos. No pudo escuchar los gritos agonizantes del animal. Deseaban que sufriera y lo hicieron despacio.

Se despertó sobresaltado en la madrugada, quizás en el mismo instante en el que la criatura dejó de respirar. Entre las tinieblas de la resaca intuyó lo sucedido. Llamó a sus amigos y compartió sus sospechas. Algunos decían no creerle, pero los más cercanos cruzaban miradas de duda. No se podían explicar aquel presentimiento. Tuvieron miedo de su ira.

Cuando regresó a Ítaca, consultó el libro de cuentas y las gotas de sangre en las últimas páginas confirmaron sus temores. No vertió ni una lágrima. El cadáver nunca apareció. Lo habían enterrado en la cueva más profunda.

No esperó la celebración de los funerales y se marchó para siempre, antes de que algún amigo aprovechara la palmada en el hombro para hundirle una daga.

Desde la distancia volvió la vista atrás. Su vida pasada se había convertido en un páramo estéril. Sonrió y siguió su camino. No olvidó arrojar el libro de cuentas al río que marcaba la frontera.

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