La amistad y la palabra /
Enrique Silveira
Me lo encontré una tarde mientras paseaba. Hacía mucho que no nos veíamos. Me sorprendió su aspecto, porque siempre había llamado la atención por su apostura, su elegancia y su perenne sonrisa. Ya no era el mismo y no se adivinaba si el deterioro provenía de algún acontecimiento de difícil asimilación o de la pérdida de la salud. Dudamos si detenernos o continuar y tras el momento de vacilación nos detuvimos. Ninguno de los dos sabía cómo empezar. La vida nos había alejado sin que nada extraordinario hubiera sucedido, solo que no queda sitio en tus días para ubicar a todos los que se cruzaron contigo en el pasado. Tras las consabidas reverencias, noté que tenía ganas de hablar y, por supuesto, me presté, porque volvían de repente a mi memoria las muchas peripecias que habíamos compartido, prácticamente todas ellas sugerentes y evocadoras, y sentí que se lo debía.
Me preguntó si la vida me trataba bien y, tras hacer un pequeño relato de mis particularidades, quise saber cómo habían transcurrido los últimos años para él. Miraba al suelo y movía la cabeza pausadamente de lado a lado. Deduje, claro, que comenzaría a relatar las razones de su pesadumbre, pero no fue así. La conversación continuó lúcida y agradable, hasta asomó una sonrisa en su gesto cuando se refirió a su mujer a la que conocí también por aquel tiempo remoto, insultantemente jóvenes todos. Llevaban juntos una eternidad y seguía queriéndola, quizás de otro modo, pero aún con entusiasmo. Tenían dos hijos que se habían criado entre la salud y la alegría, sin más complicaciones que las usuales en los menesteres de la educación.
Le interrumpí, porque estaba seguro de que la enfermedad le acechaba. No, su salud era buena, de hecho no recordaba haber estado de baja nunca y su médico no le conocía más que por su nombre y eso que los sesenta andaban cerca. El padecimiento que había robado su entusiasmo aquejaba a muchos en estos días: había sido despedido quince meses antes sin que nadie le hubiera dado una explicación, más que la torturadora excusa de la “reestructuración de plantilla” que no resultaba nada regocijante tras veinte años en los que jamás había protagonizado ningún incidente del que avergonzarse y en los que había conquistado el respeto de todos.
Desde entonces se había convertido en asiduo partícipe de largas colas en las que predominaban personas contemporáneas de sus hijos y de las que salía cada vez más viejo – en tantas ocasiones le recordaron su edad- y con la autoestima en desbandada. En definitiva, una víctima más de la lacra más perniciosa de la época, el quinto jinete del Apocalipsis le había elegido para engrosar sus filas. Suponía eso el banquillo, ver los partidos desde la grada sabiendo que la participación en ellos se antojaba imposible, el ostracismo, descender de repente a la categoría de los defenestrados por el simple hecho de sumar los años que otros menos afortunados no pudieron cumplir.
Con un gesto cercano al llanto en el rostro me contó que todavía no entendía su cese y que los responsables de comunicárselo no habían podido, o no habían sabido, ofrecer argumentos verdaderamente convincentes para justificarlo.
Existen situaciones a las que nadie puede acostumbrarse; se pueden modificar con éxito los parámetros de tu rutina diaria; cabe restringir los lujos en favor de necesidades imperiosas que buscan la mejora de tu existencia. Pero ¿cómo asumir sin derrumbarte tu prescindibilidad porque el contorno de tus ojos se ha poblado de patas de gallo?
Llamé a mi mujer para que no me esperara. Esta tarde la voy a dedicar a tomar con mi amigo aquellas cervezas que podíamos haber consumido antes, pero que dejamos sin saberlo para días que se hacen largos y tortuosos. Hoy te recordaré, amigo, lo mucho que vales, aunque algunos más jóvenes, más soberbios, no sepan verlo. Hoy te mereces mi consuelo, mi admiración ya la tenías, porque yo podría haber ocupado tu lugar.