Historias de Plutón
José A. Secas

Había perdido la determinación y trataba de acercarse a la ciber-hoja en blanco de la pantalla del ordenador para verterse en textos más o menos impulsivos, pero no conseguía identificar el sentido de sus letras y ninguno de los temas que barajaba le suponía un acicate digno de un esfuerzo superior. Se sentía medianamente libre en tiempos de pandemia para alterar los plazos de entrega, pero, además de tener que comer todos los días, debía escribir una columna cada dos o tres semanas para salvaguardar el compromiso de facto que asumió con la dirección de la revista cultural con la que colaboraba desde hacía casi diez años. Así que dejó a un lado los intentos fallidos, los borradores, los escritos iniciados, los postergados, los condenados, los “quiero y no puedo” y los dueños de un futuro mejor, para enfrascarse en una columna genuinamente personal, actual de rebote, de suficiente interés pasajero, valorable en su justa medida y valorada, con un poco de suerte, por quienes estaban en proceso de aprendizaje. Pondría sus cinco sentidos en la elaboración del mensaje, en la jugosidad del contenido y en el despliegue de recursos técnicos en la exhibición de una gramática, una sintaxis, una semántica y un léxico que se caga la perra (o la burra), por ejemplo. Hacía cosas raras, eso sí.

El motivo de su incapacidad para decidirse por el tema de su colaboración literaria periódica, respondía a su estado de ánimo emocional que, por aquel entonces, conseguía comprimir en un corto e intenso periodo de tiempo vital, sentimientos intensos de amor y muerte. Trataba de engarzar las cuentas de su vida con exquisita delicadeza. Así, después de la esperanza, la gratitud, el respeto, la generosidad o el buen humor, añadía las cuentas de la ilusión, la plenitud, la entrega, el afecto o el placer hasta completar la ristra de facetas que muestra el amor en su recorrido hasta la cúspide de la lista de palabras principales, importantes y  definitivamente necesarias. Para compensar esta cadena edulcorada de motivos de inspiración, como estorninos atacando la dormida sobre los árboles de la Rivera del Marco, los pensamientos recurrentes, antes atrincherados en el lado oscuro de la cara oculta de su luna, se cebaban en su alma castigada. Las espinas de la frente se la ceñían con los años. Cada día que pasaba, el dolor, la tristeza, la lejanía, la pérdida o la pena cochina socavaban su espíritu torturado. (Un poco de dramatismo nunca viene mal). Claro está que el entorno no ayudaba. Había tantas razones para entorpecer la fluidez de la expresión de la vida en libertad que hasta el derecho a soñar se estaba desmoronando. El peso de la incertidumbre en el natural discurrir de la existencia y, sobre todo, el miedo infringido por los poderes fácticos a través de los medios de comunicación de masas, estaba siendo muy doloroso. Como en una estampida de ungulados salvajes amenazados, huimos de nuestros depredadores, ciegos, arrollándonos sin piedad. El miedo es contagioso.

Una referencia actual como la guerra o las comunicaciones, un sentimiento como el de abandono o el deseo, una situación como el luto o “en progreso”, un ambiente irritable o decepcionante, una propuesta o una inquietud, una actitud como la resignación o el anhelo, un personaje como un gerifalte o un quídam… Cualquiera sería un buen hilo de donde tirar y motivo para elaborar un escrito e, incluso, una novela, pero en una huida por alejarse de la artificiosidad a la que tendía, en busca de la sencillez de las cosas, en sintonía con la filosofía más básica del “carpe diem”, decidió detenerse en lo que había más allá de la ventana. Miró con atención los dibujos imprecisos de la niebla que ascendía cabalgando la ladera, permitió que la humedad le bañara por dentro y por fuera y que las diminutas partículas de agua en suspensión borraran los olores de la incipiente primavera y llenaran de paz su espíritu hedonista. Por fin, parecía que iba a llover.

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