El iceberg – Microrrelatos
Víctor M. Jiménez

—Hola, cariño, ya estoy en casa —dice el marido con una voz impostada que trata de disimular los cinco tubos de cerveza que se ha echado al coleto al salir de la oficina.

—¡Y no vuelvan a llamar, que siempre dan el coñazo a la misma hora! ¡Váyanse a la mierda de una vez! —grita la mujer desde el salón mientras cuelga el teléfono con energía.

—¿Qué te pasa, amor? —pregunta él asomándose a la puerta, con la chaqueta doblada en un brazo, la corbata floja y los faldones de la camisa por fuera del pantalón.

—Hola, cielo —responde la mujer con amabilidad—. Estos de la compañía telefónica, que no tienen nada mejor que hacer que dar la lata todos los días. Es el tercero que mando a paseo. Me ponen mala. No quiero ni pensar que suene el teléfono mientras estás descansando.

Él la mira condescendiente y no responde. Piensa que ella lleva una vida anodina comparada con la suya: amigos de los buenos, fútbol los domingos, emocionantes partidas de cartas y copas, muchas copas, además de las escapadas al puticlub de la carretera nacional para echar una canita al aire con la puta de turno.

Con el recuerdo del último polvo clandestino con una muchacha de mirada perdida que podía ser su hija, se relame satisfecho y se deja caer en su sillón favorito. En un movimiento mecánico, se quita los zapatos y los tira sobre la moqueta para que los recoja su mujer. Así actúa siempre. Luego comerá igual que un animal, casi sin saborear el guiso que ella ha preparado por mera rutina. Dormirá durante un par de horas, o tal vez más, si hace efecto el sedante que la mujer ha diluido en su botella de vino.

Al otro lado de la línea telefónica se dibuja una sonrisa pícara. La consigna que habían establecido ha interrumpido el calor de la conversación, pero ya han fijado la cita, que era lo importante. Esa misma tarde volverán a verse donde siempre. Esta vez logrará convencerla de que ha llegado el momento de empezar una nueva vida.

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