La amistad y la palabra
Enrique Silveira
Hacía un tiempo que se preguntaba Juan cuándo debía darse por zanjada una amistad. Sabía lo mucho que costaba apilar relaciones que pudieran considerarse como tales; había aprendido —tras muchas experiencias y no pocas decepciones— que poder llamar amigo a alguien era una de las más grandes conquistas del ser humano; se daba cuenta de que en esas relaciones se aportaba lo mejor de uno mismo y te obligaban a un constante esfuerzo para no perder el territorio ganado a la pereza, la apatía, el ensimismamiento o la soberbia, a la sazón, los grandes enemigos de las relaciones satisfactorias y enriquecedoras. Se consideraba afortunado Juan porque a lo largo de su ya dilatada existencia nunca la soledad se había convertido en asfixiante compañía, pero experiencias recientes le habían llevado a recapacitar sobre sus aptitudes para poder alardear de la longevidad de sus relaciones. Que todos evolucionamos a lo largo de los años resulta tan obvio que no permite discusión; más difícil se presenta dirimir cuál de nuestros méritos ya no es percibido por los que nos rodean o si se han transformado tanto que no se aprecian como tales y se tornan en defectos a los ojos de los demás.
Que todos evolucionamos a lo largo de los años resulta tan obvio que no permite discusión
Algunos de los amigos que había perdido sencillamente se habían marchado de la ciudad y el contacto con ellos resultaba muy difícil o casi imposible; otros, envueltos por una rutina familiar mucho más exigente de la habitual, habían desaparecido de los lugares de ocio donde la coincidencia era más fácil; los menos luchaban con la enfermedad que les acuciaba e impedía el desarrollo de sus relaciones personales. Pero las pérdidas que hacían sufrir de verdad a Juan eran aquellas que no se sustentaban en hechos relevantes y se parecían escandalosamente a las separaciones matrimoniales, en las que la pasión se había desecado hasta perder la última gota, y los protagonistas no habían encontrado la forma de reanudar la retroalimentación necesaria para sobrevivir juntos. Esas ausencias no eran muchas, pero todas ellas particularmente significativas porque le alejaban de personas a la que había querido -y quería- con verdadera devoción y con las que había compartido instantes inolvidables. Todas comenzaban con un descenso significativo del número de llamadas entre ambos, aunque mantuvieran el contacto a través de los grupos comunes; seguía la renuencia a proseguir con las actividades con las que habían disfrutado tanto y que llenaban una buena parte de sus conversaciones; más adelante aparecían roces insignificantes, si bien nunca lo suficientemente importantes como para alzar la voz más allá del estruendo típico de sus encuentros ni para generar reproches o desavenencias en sucesivas citas; después las llamadas sin devolución, los largos silencios que sucedían a conversaciones de poco lustre y, por fin, enterarse de acontecimientos trascendentales a través de terceras personas que buscaban información en donde se suponía debía haberla pero sólo encontraban perplejidad. Juan no eludía pedir disculpas, aunque sin saber por qué había de solicitarlas no lo veía como una solución y sólo le quedaba la triste alternativa de aceptar que sus amigos habían dejado de confiar en él -y probablemente de apreciarlo – por hartazgo o aburrimiento.
La amistad se basa en la empatía, la complicidad, la connivencia, pero tiene un toque de racionalidad que la aleja de la pasión salvaje e incontrolable del amor, que produce picos más relevantes de felicidad, pero al tiempo te obliga a asumir enormes riesgos. Aun así, tienen ambos enemigos comunes —el hastío, la desconfianza, el cansancio, la incomprensión…— y su pérdida, aunque de diferente consideración, deja profundas heridas. Una pena.