Desde mi ventana
Carmen Heras

Si Vygotsky no se equivoca cuando dice que el pensamiento de cualquier persona va de lo social a lo individual, ello explicaría la reacción de una tribu de humanos, reforzados entre ellos, ante lo que consideran un serio peligro: ¡A matar!

De sobras es sabido que se funciona así. El niño adolescente volcado en la búsqueda de su propia personalidad, es arrastrado en buena medida por lo que dice un grupo. Ese colectivo en el que se encuentra y al que cree pertenecer. O al que pertenece.

Por el paseo marítimo, un chaval montado en bicicleta, me grita sin sonrojo: “Señora, que va usted por el carril bici”. Para unos pasos más adelante, pedalear él por el carril de los peatones. Lo ancho y lo estrecho del embudo. Porque se puede.

Me impactó una película del 2004, “El Bosque” (The Village). En ella, los habitantes de una pequeña comunidad del siglo XIX viven cumpliendo unas absurdas reglas debidas al temor (inculcado por los dirigentes) a unas criaturas monstruosas que habitan en los bosques que la rodean. Hasta que alguien se atreve y se asoma…Para encontrar que allí está la civilización.

A menudo, observamos conductas incívicas que nadie se plantea denunciar para no ser tachado de viejo

Trabajar en compartimentos estancos, sin vistas hacia afuera, tiene el riesgo de creer que cada uno de ellos tiene principio y fin en si mismos. Desentendiéndose del resto. Algunos trabajos pueden hacerse así. A otros nos parece impensable parcelar la realidad de ese modo. Cuánto el tiempo pasa, uno más se da cuenta de cuán implicadas están las causas y los accidentes, lo personal y lo político, la mente y el cuerpo, los efectos y los afectos que se derraman (en positivo y en negativo) por doquier. Eludir unos aspectos a favor de otros lleva a la subjetividad más absoluta. Y por obvio que parezca, no existe la objetividad. Y la objetividad es necesaria para comportarse. Por el respeto a los otros, en cualquier aspecto del terrenal vivir.

Todas estas cosas debieran estudiarse en las escuelas, públicas y privadas, y en las parroquias. Y en las familias y en las calles. Porque puede que fuera cierto el sonsonete de la yaya de mi amiga de la infancia cuando decía que faltaba la urbanidad (comportamiento acorde con los buenos modales que demuestra buena educación y respeto hacia los demás) en el trato humano; una materia, una disciplina que en sus tiempos se estudiaba con las primeras letras.

Una democracia, mal entendida en sus aspectos igualitarios, ha traído la ruptura desordenada de ciertas reglas basadas en el reconocimiento al otro, una especie de Edad Media (“¡agua va!”) en algunos comportamientos, un cierto desapego de las formas, que en contra de lo que pudiera parecer no ayuda a mejorar el fondo, sino lo contrario. A menudo, observamos conductas incívicas que nadie se plantea denunciar para no ser tachado de viejo, carca u otros adjetivos similares. Ejemplos a montones: en el tráfico, en la facultad, en el ocio, en las casas, en el trabajo…La última, hace unos minutos.

Artículo anteriorSusana de los ojos negros
Artículo siguientePrimadas

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí