Con ánimo de discrepar /
VÍCTOR CASCO

La casa de mi amigo Valentín cae fuera de la ciudad, en un paraje desolado y siniestro que las gentes suelen conocer como “campo” y que por alguna razón, absolutamente misteriosa para mí, encuentran agradable. No obstante merece la pena el sacrificio y acudir a su retiro campestre  por dos poderosas razones que enseguida te va a mostrar el dueño de la casa en la primera visita que se haga a la misma, a saber:

La Biblioteca… Poseer una Biblioteca es el primer indicio de encontrarte ante alguien interesante, no en vano se dijo que podemos conocer a un hombre por los libros que lee. La Biblioteca de Valentín vive en el más absoluto desorden (los poseedores de bibliotecas nos dividimos en dos grupos, los totalmente desordenados y los que somos totalmente ordenados, ambas cosas patológicas)… Pues bien, entre los libros apilados, con dobles —y sospecho que hasta terceros fondos en las baldas— puede uno descubrir viejas ediciones, volúmenes antiguos, pequeñas joyas bibliográficas: una edición pirata de la Biblia de Reina y Valera, editada —en castellano— en Inglaterra y que circuló clandestinamente en la España de mediados del XIX, por ejemplo, o el Conde de Volney y sus ruinas de Palmira, sin ir más lejos.

Pero con ser importante la Biblioteca, el otro lugar de la vivienda que le puede arrancar a uno lágrimas de gozo está en la planta baja, en lo fresco, donde el sol no da para mucho en verano y el invierno se puede superar con apenas un calentador:

La Bodega. Feliz aquel hombre poseedor de una bodega. Un lugar donde los vinos puedan beberse como si se tratase de la sangre de Cristo, donde apurar cada gota en un puro goce. Quisiera yo tener una bodega pues como cantara el poeta persa Hiyath al-Din Abu l-Fath Omar ibn Ibrahim Jayyam Nishaburí, llamado Omar Jayyam “todos los reinos de la tierra por un vaso de vino! ¡Toda la ciencia de los hombres por la suave fragancia del mosto fermentado! ¡Todas las canciones de amor por el grato murmullo del vino que llena nuestras copas!”

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