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Cánover /
CONRADO GÓMEZ

Los viernes salía de la oficina a las 17.00 horas. Había tratado de negociar feniciamente una subida de sueldo y se había quedado en una jornada continua el último día de la semana. Su jefe tenía antecedentes judíos que parecían aflorar sólo cuando se hablaba de dinero. Maldito invento. Terminó el informe previsto para el lunes, mandó un par de correos pendientes, chequeó su Linkdn y se largó de ese antro al que apenas llegaba un miserable rayo de sol. No pedía una oficina diáfana con vistas a un parque público; ni siquiera un loft con pufs y pizarras transparentes para dejar fluir la creatividad. Ni mucho menos. Tan solo algo de luz natural para percibir los jirones de polvo. Teodoro Vallés, el diseñador gráfico, no lo veía con la misma dosis de romanticismo: “Este zulo de pladur tiene más ácaros que chinos en las tragaperras”.

Se apresuró por la avenida hasta el autobús de línea que lo llevaba hasta su mismísima santa casa. Allí le esperaba su hijo Gonzalo con las botas enfundadas y el balón colgando de un brazo. La rutina le permitía descansar de la intensidad creativa de su agencia de publicidad. Llegó a ella hacía ya 5 años procedente de una central de medios de Barcelona y poco a poco se había ganado el respeto como copy, el encargado de poner letras a los sueños. Su tarea era persuadir, engañar, manipular… todo lo que estuviera al límite de la ilegalidad sin incurrir en delito. “La publicidad consiste en generar necesidad, aunque no sea necesaria”, —solía decir su jefe Pablo—, un yuppie rico con mucho tiempo libre que había heredado de su abuelo la cartera de clientes. Todos en la oficina pensaban lo mismo. Las frases de Pablo eran basura, fruto de horas muertas leyendo al brasas de Paulo Coelho. Le encantaba soltar ese tipo de píldoras por la mañana en la oficina, a la hora del almuerzo, o incluso si tenías la desdicha de cruzarte con él por la calle. Frases de mierda para gente con crisis de identidad. Callábamos por respeto. Hasta que algún día le tocase el Euromillón tendría que tragarse esas sandeces de ególatra altruista. Cuánto miserable se realizaba repartiendo consejos baratos. Ojalá llegara de repente Esperanza Aguirre montada en un Mercedes blanco y se los llevara por delante. De momento aguantaría. Necesitaba trabajar y seguir pagando la hipoteca.

Poco a poco, camino a camino, vamos logrando que a nadie se le impida amar. Amar a otra mujer, a otro hombre

Jaime lanzó un puntapié que casi le hizo perder el equilibrio. Se recompuso y volvió a arremeter contra el cuero. Era uno de los regalos de su cuñado en aquella época en la que le dio por coleccionar de todo. Primero empezó por discos de sus cantantes favoritos y acabó recopilando géneros musicales enteros. “Necesitaba espacio” —decía—, así que acabó por deshacerse de todo. Incluido este balón recuerdo de España 82. Por cierto, hacía tiempo que no recibía ninguna llamada suya. Ni whatsupp ni mensajes privados en el Facebook. La última vez que estuvo con él tuvo un comportamiento fuera de lo normal. Decía haber encontrado sentido la vida, que estaba cultivando tomates y necesitaba todo el plástico que pudiera conseguir. ¿En tu empresa tenéis garrafas de agua de cinco litros?

—Me vendrían muy bien —me dijo bajando la voz—.

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