La amistad y la palabra
Enrique Silveira

La tarea del profesor en demasiadas ocasiones se contempla como un esfuerzo con tintes épicos. No hace mucho los docentes eran considerados elementos indispensables para el buen funcionamiento de la sociedad; realizaban su labor al amparo del respeto, casi la admiración, de los que les rodeaban y llegaban al final de sus días laborales envueltos en una aureola que se manifestaba en los recuerdos imborrables de sus educandos y, con suerte, dando nombre a una calle que había nacido poco tiempo atrás. Ya entonces las dificultades para arrancar a su alumnado de las fauces de la miseria cultural se enseñoreaban de las aulas: la pereza, la apatía y sobre todo la pobreza hacían desistir a los más jóvenes, que acababan prematuramente en un trabajo tan extenuante como mal pagado. El mérito entonces se circunscribía a conseguir que esos adolescentes consideraran el enriquecimiento intelectual como instrumento para mejorar su futuro y sus almas.

Ahora los profesores tienen problemas de más difícil solución; a los ya conocidos se suman dificultades como la injerencias en la profesión que destruyen su autoestima y, sobre todo, la interminable secuencia de leyes que muestran cómo los políticos tratan a la enseñanza como lo hace la pareja mal avenida con el hijo en común al que quieren alejar del contrario para beneficio propio.

Todas esas leyes son manifiestamente mejorables porque -sobre todo en esta última- la colaboración de los expertos en educación es escasa o nula, lo que lleva a una inevitable sensación de involución. Entre otros desatinos -el arrinconamiento del español es lacerante- destaca el devastador ataque a la enseñanza concertada.

Dentro de la épica de todos los enseñantes, aquellos que realizan su labor en este sector de la docencia muestran una particular heroicidad porque suman a los problemas propios de su tarea el encono de la ultraizquierda, incapaz de respetar a los partidarios de determinadas alternativas si estas no se corresponden con su estrecha y malévola oferta ideológica, en un ejercicio inaceptable de autoritarismo.

Se debe recordar que la creación de los conciertos educativos es uno de los grandes aciertos políticos de nuestra historia reciente. Con ellos se consiguió cumplir con la exigencia constitucional de ofrecer educación gratuita a toda la población; al tiempo se adhirió al sistema público una extensa red de centros educativos que gozaban -y gozan- de extraordinario prestigio y además se propuso una educación pública que era fiel reflejo de las distintas sensibilidades de nuestra sociedad.

El PSOE de entonces no tuvo reparos en reconocer la pluralidad de la España a la que tanto tiempo gobernó, tampoco vio enemigos donde se podían buscar amigos o cómplices y encontró soluciones para mejorar la sociedad tras renunciar al exterminio de los sectores menos proclives a su doctrina. El PSOE actual -que bien podría cambiar sus siglas para no avergonzar a sus predecesores- ha presentado una nueva ley de educación que, aparte de no disfrutar del menor consenso, tiene por objeto destruir a la Enseñanza Concertada que ha sido un indiscutible pilar para que los españoles gozásemos de una instrucción digna. Si un sistema resulta satisfactorio, si la población da palpables muestras de aceptación y si además se ofrecen diferentes opciones para contentar a los distintos criterios, ¿por qué obcecarse en cambiarlo?

Las justificaciones de esta izquierda trasnochada y anacrónica, embelesada con las distopías, mucho más rupturista que progresista, suenan a conversación de patio de ESO. Y todo por no aceptar que son el odio y el rechazo ideológico los que la mueven a acosar sistemáticamente a una parte de la educación pública poblada de excelentes y abnegados profesionales que solo han cometido el error de no levantar antes la voz para identificar a los verdaderos enemigos de una enseñanza honorable: los gobernantes que anhelan el pensamiento único.

Quienes no permiten que los ciudadanos tengan la oportunidad de elegir con arreglo a sus convicciones no merecen usar la palabra democracia, mucho menos decidir cómo se han de educar los hijos de los demás.

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2 COMENTARIOS

  1. Muy acertado y totalmente de acuerdo con muchos profesionales de la enseñanza, sin partidarios, tanto pública como concertada. Todos somos educandos y educadores, todos trabajamos por un mejor hacer y los que no conocen ni saben de educación son unos osados ciegos y sordos…

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