c.q.d.
Felipe Fernández

En una de esas inexplicables injusticias de la vida, Don Ricardo Senabre nunca tuvo un hueco en la Academia, en la que sí encontraron sillón ¿lingüistas? tan “ilustres” como Juan Luis Cebrián u otros. D. Ricardo, siempre leal a sus irrenunciables principios, se mantuvo toda su vida alejado de círculos literarios, capillitas editoriales y otras zarandajas, argumentando que su “crítica inmediata” necesitaba la distancia suficiente y dejando claro su enorme respeto por los autores. Sabía mucho porque había “leído y andado mucho” –“era un chiflado de los libros, como yo” dice de él Aramburu-. Los que fuimos alumnos suyos somos testigos de la facilidad que tenía para cambiar de Góngora a Lorca, de Alberti a Cernuda, de la poesía al teatro, del teatro al ensayo; los que tuvimos el privilegio de asistir a sus clases recordamos muy bien su imponente presencia, siempre formal incluso en la vestimenta, con ese timbre afinado de barítono con el que declamaba en aquel sótano de la antigua Facultad; los que le escuchamos en directo fuimos “víctimas” de su adoctrinamiento que consiguió convertirnos en lectores ávidos, voraces y exigentes.

Encontró en la Literatura la manera de acortar el camino, con unas clases abarrotadas en las que nunca se oía una mosca

Junto a un puñado de profesores entusiastas, vocacionales y entregados, consiguió que adolescentes idiotizados dejáramos de pensar un ratito en nosotros mismos y encontráramos un hueco para descubrir, saborear y desgranar la literatura. Si algunos o muchos de nosotros seguimos leyendo y juntando letras de vez en cuando, se lo debemos en buena parte a su labor paciente, constructiva, pedagógicamente ortodoxa. Aunque siempre mantuvo la distancia con sus alumnos, encontró en la Literatura la manera de acortar el camino, con unas clases abarrotadas en las que nunca se oía una mosca. Mucho le debe la UEX a Don Ricardo, tanto como el dolor que produce que su muerte haya pasado tan desapercibida en esa “su Universidad”, de tal suerte que, después de pasado un tiempo desde su fallecimiento, solo Carmen Galán –brillante Mamen como siempre- lo haya recordado con ternura, con afecto y con lealtad. A lo peor, su extraño sentido del humor ha dejado resquemores; quizá su exuberante desprecio por la ignorancia ajena le haya devuelto mezquinos rencores: todo es posible. Por eso, en una clase sobre las famosas “Coplas”, cuando un aflautado miembro de mi promoción, en un alarde de esnobismo exhibicionista atribuyó la obra a Borges, D. Ricardo, fiel a sí mismo, le espetó: “¡Quite usted allá, quite usted allá… más quisiera Borges!”. Genio y figura. Y sabiduría.

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