La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Creced, multiplicaos, llenad la tierra…Resuenan las palabras del Génesis que casi todos conocen y nos recuerdan que uno de los axiomas del ser humano – es verdad que después de respirar, alimentarse, defenderse…- nos invita a relacionarnos con nuestros congéneres de manera general y con algunos más íntimamente.

Hay que reconocer que Dios nos dotó de poderosas herramientas para que cumpliéramos con su precepto, de manera que dispuso el roce carnal que, solo en ocasiones, se relaciona con el sentimiento amoroso y con ello se aseguró la continuidad de la especie. Únicamente la carestía de la vida y la renuncia al sacrificio de criar a los hijos consiguen que la procreación se ralentice y se utilicen esos encuentros exclusivamente para el solaz y el regocijo sin intención de reponer piezas para el futuro.

Como no podía ser de otra manera, los nacidos en 1962 nos hemos relacionado con el otro sexo (omito decir contrario, no sea que…) y lo hicimos en un contexto muy particular que dista un mundo de como ahora se conciben las cosas, o sea, también en esto hemos sido víctimas de evolución vertiginosa.

Se debe reconocer que las relaciones no eran nada fáciles, aun cuando la atracción física no difería de la que se percibe en la actualidad y que, además, nadie de la generación puede decir que nunca se ha enamorado.

Para empezar, insertaron en nuestras mentes una concepción pecaminosa de la relación sexual que tardamos una vida en desalojar y que en nuestros días nos parece el colmo de la ridiculez. Como nos habían hablado desde la misma cuna de que la lujuria – pecado capital- te condenaba irremediablemente, producía frustración y disgusto el tener unas inclinaciones que debes dominar, pero que correspondidas y oportunas resultan ser de lo más placenteras, y te invitaban a pensar eso de que en una educación severa y restrictiva había demasiadas cosas que teóricamente te conducían ante Pedro Botero y, sin embargo, muchas eran tan divertidas como inocuas.

Así que, tras la infancia, llegó la época de las tribulaciones en la que debías omitir la natural atracción por la mujer ( no te cuento ya si te llamaba la atención el mismo sexo…), medir tus palabras y mentir constantemente acerca de tus inclinaciones, que, por cierto, venían de serie y tú no habías instalado en tu rutina habitual.

Si ni con los amigotes la conversación era fluida, imagina en el entorno familiar, sobre todo con los padres, y eso que las casas estaban repletas de niños que, definitivamente, no había traído la cigüeña, por mucho que fueran abundantes en nuestra ciudad.

Mi sobrino-nieto ya tiene novia -con cuatro años-, pero nosotros tardábamos media vida en solo sugerir que una chica nos gustaba, aunque ella diera muestras ostensibles de correspondencia, porque para todo lo relacionado con el otro sexo debías pasar unas cuantas fronteras y en cada una de ellas dejabas medio pasaporte. Si por fin había anuencia por parte de la dama, pasaban semanas hasta que tus dedos rozaban su mano, otras tantas hasta que se enlazaban, el primer abrazo llegaba a los varios meses y, pasado un tiempo prudencial -una eternidad- el primer beso (el refrán que dice “después del beso, eso” en esa época naufragaba) y hasta aquí puedo contar…

Incluso los que tuvimos contacto estrecho con la preceptiva religiosa, pensábamos que eso de tener encuentros horizontales solo para procrear era más un castigo que una norma respetable, pero tuvimos que lidiar con un morlaco extraordinariamente bravo, dicho de otra forma, con una sociedad que bramaba si hacías leves ostentaciones de cariño, ocultaba la información básica para poder maniobrar en el terreno de la sexualidad y consideraba los métodos anticonceptivos un invento del maligno.

Así que nuestra juventud se convirtió en la era de los matrimonios precoces, todos ellos para paliar los embarazos no deseados, que sembraban el oprobio sobre las familias de tal manera que los más carpetovetónicos decían de la dama implicada que reencarnaba a la mismísima Mesalina, como si fuera solo cosa suya y no hubiera tenido un cómplice indispensable y como si el suceso no fuera más que la consecuencia de una ignorancia supina forjada por fanáticos mal intencionados, con mucho miedo a una evolución social digna de la que ellos no se atrevieron a disfrutar.

Tiempos difíciles para los del 62 que tuvimos que adaptarnos a unas costumbres tan absurdas como injustas, pero que han servido para hacer la vida más fácil a nuestros descendientes que, aunque aún reticentes a hablar de sus experiencias, pueden recibir consejos sobre la actividad sexual tanto en la casa familiar como en el colegio, son conscientes de que la condena eterna no caerá sobre ellos, incluso cuando tengan contacto físico sin el ornamento amoroso o se vean atraídos irremediablemente por su propio género.

También en estas los nacidos en el 62 podemos arrinconar el verso manriqueño que valora más el pasado que el presente porque, salvando alguna excrecencia, se vive mucho mejor contemplando las relaciones sexuales como lo que son, una parte más de nuestra existencia, y no como el medio más seguro para acabar en el averno: menos melindres y menos valle de lágrimas, que en el infierno no cabemos todos.

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