La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Para los amantes de la numerología la coincidencia del año de nacimiento con el cumpleaños podría ser un momento de regocijo cósmico o quizás de catarsis regenerativa por eso de que no todos la disfrutarán, bien por haber abandonado precozmente este mundo o por haber nacido muy al final del siglo con lo que se necesita una buena porción de suerte.

Para los que no creemos en contubernios entre los astros ni en abruptos cambios de conducta resulta una coincidencia que nos invita a reflexionar sobre lo acontecido en todo ese tiempo, pero sin añoranzas, que la nostalgia siempre es un error.

Los nacidos en 1962 hemos ido cumpliendo a lo largo de este año los 62 años, cifra tan alejada de la infancia y la adolescencia que nos cuesta recordar aquellos tiempos, pero también distante de la juventud y de la madurez, que cronológicamente más cercanas ya se recuerdan con cariño porque poco queda de ellas. Y si ninguno de estos términos cuadra con nuestro presente, solo queda el más temido: vejez. Uno tiembla solo con decirlo, aunque los expertos en sinónimos y eufemismos lo sustituyan por senectud, ancianidad, vetustez o el inconcreto “persona de edad”… y así se difuminen sus consecuencias, porque los habrá mayores, pero ya nos asomamos a esa última fase de nuestra existencia, sin alarmismos, que nos queda…

Bueno, aun con la pérdida tanto de agilidad como de apostura y también con alguna laguna en la memoria, tampoco es obligatorio dramatizar o llorar por las esquinas, así que podemos aprovechar lo vivido para repasar y erigirnos en notarios de los cambios de nuestro entorno, porque la sociedad cambia rápidamente, pero a nosotros nos tocó la época más vertiginosa.

Aterrizamos acompañados de la mejor añada de Vega Sicilia, en casa repletas – que los hijos únicos eran una anomalía – donde siempre sonaba una radio tan grande que podía servir de mesilla de noche; de brasero, tiritonas y baraja en invierno, sudores, botijo y ventilador en verano, de cuartos de baño con largas listas de espera, de cocinas funcionando a deshora -que los estómagos vacíos no te dejan conciliar el sueño-, de vírgenes en hornacina que reinaban un tiempo en tu salón antes de bendecir al resto del barrio, de abuelas de negro riguroso porque el luto no tiene caducidad y no ha lugar el olvido de los ancestros, de padres enchaquetados aunque no se casara nadie, de perros y gatos callejeros, sin collar, sin haber sido debidamente empadronados, deambulando por el barrio porque alguien de por allí les regalaba sobras alguna vez

No fue nada mala nuestra infancia. Éramos tantos que costaba caer en la marginalidad porque siempre había alguien que, si no idéntico a ti, se te parecía mucho, le ofrecías compañía recíproca y evitabas la soledad, que no deja de ser la gasolina de los excluidos. Podíamos componer diferentes equipos, establecer turnos de juego a modo de la liga que con tanto fervor seguíamos y pasar todo nuestro ocio emulando a las diferentes escuadras solo preocupados por los errores arbitrales o los goles en los descuentos.

Los barrios populosos se reflejaban en aulas atestadas que más parecían las oposiciones a la administración del estado en la que trabajaron muchos de nuestros padres. En ellas nos ubicábamos siempre en orden alfabético y eso te condenaba a renunciar a los amigos cuyos apellidos no empezaban por la misma letra que el tuyo; nos sentábamos en interminables pupitres corridos incompatibles con la comodidad, pero que debían ser particularmente duraderos porque nunca vimos uno recién estrenado. Se pasaba lista todos los días, a todas horas y, a no ser que la amistad creciera desmedidamente, nos llamábamos por nuestros apellidos; tal es así que, unas décadas después, aún los recordamos sin el esfuerzo que se requiere para rememorar otras cosas.

Eran días de leche a granel recién ordeñada, sin pasteurizar, hervida en casa, de perrunillas que debían comerse con dos manos por su tamaño estremecedor, de cartuchos de raspadura, de bocadillos de mortadela o pan con chocolate, de bambas de crema que no querías compartir en los cumpleaños, de cuchara y productos sin envasar, de café de puchero…y los bollos suizos, aquellos bollos que parecen haberse extinguido y que asombraban hasta a los primos de Madrid, educados en el cosmopolitismo y la abundancia.

El colesterol no se había inventado y los platos debían quedar desiertos a no ser que hubieran de recordarte que, no mucho tiempo atrás, como consecuencia inevitable de la guerra que nunca se olvida, lo estaban porque no había nada en la despensa que pudiera ocuparlos. Los padres, para restar patetismo, solían decir que durante la época de escasez en sus casas nunca se pasó hambre…pero sí ganas de comer. La obesidad infantil preocupaba poco, así que muchos desplazábamos un tonelaje que estaba relacionado con nuestra costumbre de no negarnos a la segunda ración, lo que luego limitaba nuestras prestaciones en los juegos callejeros, todos ellos inventados para deportistas en excelente forma. Había una enorme variedad de ellos; se heredaban como un preciado bien y te enorgullecía despuntar en alguno más que acumular sobresalientes en el colegio -esos henchían más a los padres- y que todos reconocieran tu excelencia.

En la relación con el otro género no andábamos muy allá. Por supuesto la coeducación no existía ni se la esperaba y el contacto con las chicas era dificilísimo, cosa que nos preocupaba sobremanera y por lo que costaba desarrollar habilidades que nos aproximaran. Si a ello le sumabas las restricciones propias de una sociedad muy conservadora, pues entrabas en el terreno de lo épico si querías relacionarte con ellas.

El colegio, aparte del barrio, era el otro gran foco de vivencias, porque a pesar de vivir en las mismas calles estábamos diseminados por los centros de Cáceres. Eso sí, los profesores se parecían mucho y podíamos intercambiar las experiencias con solo cambiar algunos nombres. No era fácil dar clases. Aun con el respeto que infundía la profesión, en el aula había que ganárselo, vamos, como ahora, pero lidiar con medio centenar de niños o adolescentes complica las cosas. También como ahora, algunos caían mejor que otros, aunque ninguno supiera qué es la empatía, el feedback, quién es Howard Gardner o que sicólogos y pedagogos serían protagonistas en la educación futura. No se puede decir que los capones, los tirones de oreja o alguna que otra cachetada fueran agradables y su extinción mejoró muchísimo la escuela, pero tampoco dejaron irremediables traumas. De hecho, ya mayores, coincides con profesores y solo recuerdas los momentos gratos, además de entender que los usos de la época, aun repudiables, son difíciles de evitar.

Cáceres, ahora estancada en población, tuvo en aquellas décadas un crecimiento muy importante y nacieron barrios en lugares donde no había más que campo. Debe ser por esto que las distancias que de niños nos parecían enormes ahora resultan un paseo insignificante, comparadas con las que se pueden recorrer ahora sin salir del casco urbano.

El primer día que vas solo al colegio no se olvida jamás; creces tanto en ese paseo que cuando llegas te parece que te van a tratar de usted, que los compañeros apenas te reconocerán o que has cambiado de ciclo educativo en unas pocas horas; la enorme ciudad se va empequeñeciendo paulatinamente, tanto que ahora no podemos transitar sin encontrar a alguien conocido al que saludaremos con mayor o menor intensidad según sea la intensidad de la relación o el estado actual de esta, que esa es otra. No cabe duda de que esa mengua es un claro síntoma de que hemos alcanzado una edad provecta.

En la próxima entrega hablaremos de otras cosas que ocurrieron durante esos años…

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