La amistad y la palabra
Enrique Silveira
Si todavía viviera, hoy, 8 de marzo de 2021, cumpliría nada menos que 96 años. No estoy seguro de que tanta longevidad le hubiera agradado; tampoco sé si durante tantos años hubiera conservado la esencia de su ser o si por el contrario el inevitable desgaste le habría invitado a pedir la baja para dejar sitio a la siempre alocada juventud.
Pude felicitarle muchos años pero al correr del tiempo la enhorabuena fue cambiando. Durante la infancia, me despertaba casi antes que él porque había conciliado el sueño a sabiendas de que el amanecer traía un día diferente y quería ser el segundo -la primera siempre era mi madre- en demostrar mi incombustible cariño. Mi habitación era aledaña y sin cubrir los pies brincaba hasta su cama cuando apenas había abierto los ojos. Objetivo cumplido, solo quedaba recordar a lo largo de la jornada que los aniversarios son siempre un logro y no una condena y que su hijo siempre estaría cerca para hacer de su aniversario un momento especial.
Durante la juventud, preso ya de afanes de independencia y con el sarcasmo recién inaugurado, se produjeron en nuestros encuentros cambios significativos: los agasajos se producían fuera del dormitorio, me despreocupé de saber quiénes habían recordado la efeméride antes que yo y mi padre hubo de aguantar una felicitación cuyo envoltorio cubría una lacerante ironía que no siempre le agradaba. Solía recordarle que la vejez se aproximaba cada vez con mayor velocidad, a lo que él respondía, no sin evidente razón y con ganas de cerrar mi bocaza, que yo estaba lejos de su edad y no se podía saber si llegaría, cosa que él ya había conseguido. Más adelante incidí en que, por avatares de la fortuna o tal vez por designio divino, el día de su celebración había sido declarado como el de la mujer trabajadora, lo que restaba a la fecha complicidad con su persona porque siempre tuvo un trabajo con el que cumplió sin tacha, pero su género era obvio y le excluía del festejo. Ante esta andanada también respondía con gracia y firmeza, pues recordaba que en esos tiempos las autoridades habían sufrido una curiosa enfermedad que las inclinaba a asignar cada día del calendario a una reivindicación – algunas de ellas tan delirantes que parecían un chiste – y que todas ellas le resultaban igualmente ajenas si pretendían endilgárselas tan a la fuerza que más parecían una imposición que una recomendación.
En la madurez, entonces preso del individualismo, la dejadez y no poca soberbia, nunca dejé de felicitarle, pero en demasiadas ocasiones por vía telefónica porque mi agenda no me permitía arrinconar el trabajo o la diversión para recorrer unas pocas calles y que viera mi cara cuando le felicitaba. Eso sí, por entonces los cumplidos ya carecían de la sorna habitual,
aunque ahora creo que hubiera sido mucho más provechosa que cuando la utilicé tan profusamente: seguro que hubieran provocado la carcajada y no el recelo.
El 14 de este mismo mes hará veintidós años que nos dejó, joven pero cansado, tranquilo, sereno, dando instrucciones para su entierro sin apenas balbucear y sin aparente miedo, con resignación pero también con una entereza que a cualquiera le gustaría poseer en esos instantes.
Mi héroe de la infancia que me instruyó mucho más de lo que él pensaba, que me ofreció rutinas y conductas que asumí sin vacilaciones porque sabía que nada malo podía venir de él y que, ahora afianzadas, agradezco como una herencia millonaria; mi conductor aunque nunca aprendió a conducir por eso de que algunas obcecaciones hay que llevarlas hasta el final; mi mentor, siempre dispuesto a ensalzar mis virtudes antes que descubrir mis defectos. Mi villano después, cuando las ansias por incorporarte al mundo te hacen renegar de tu familia, que parece una pesada carga, y quieres volar por tu cuenta; la persona a la que retiré el saludo durante cinco largos meses porque esa absurda actitud me reivindicaba ante mis compinches, aun sabiendo que causaba un dolor del que no quería hacerme cargo; el hombre que más me ha querido pero que nunca fue capaz de decir te quiero, aunque se deshiciera en elogios ante cualquiera que quisiera escucharle hablar de mí; el suegro que no conoció a su nuera y el abuelo que no abrazó a sus nietos por su prematura muerte: un padre, en definitiva, a una altura que no siempre supe ver.
Muchas felicidades, padre, allá donde estés y que estas palabras llenen el hueco que debieron ocupar aquellas que no dije en su momento por desidia o estupidez.