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Reflexiones de un tenor /
Alonso Torres

Todavía resuenan en sus oídos las palabras del Evangelio de esta mañana, <<Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la existencia eterna?>>, y ordena como si le fuera la vida en ello, o más bien, disimula su ansiedad, nada disimulada, ordenando los muchos documentos, escritos, cartas y manuscritos desperdigados por su despacho (la ventana vigila el viejo jardín, primigenio del complejo, ahora en mitad de la ciudad doblemente amurallada, en donde en otro tiempo se plantaron los productos de la huerta, y que sirve ahora de solaz a los más viejos integrantes de la Comunidad, y donde los más jóvenes, cuando el buen tiempo así lo permite, leen en voz alta las Sagradas Escrituras y las vidas de los santos y santas a los más próximos a formar parte del Ejército de Cristo en el Reino Celestial) de la catedral conocida como La Preciosa, como si eso, ordenar papeles sin futuro, sirviese de/para algo, como si eso, el ordeno, el buscar acomodo a libros, cuadernos, cartapacios y pliegues, partituras y legajos, le sirviese de algo a él, a él, ahora que había tomado la decisión más drástica.

INCISO. Cuando canta, en la Misa Mayor de los domingos, acuden a “su” catedral, de la que es Prefecto para la Música, desde el Baile del Principado (representante del Príncipe Edelmiro) hasta el Burgomaestre (aunque todo el mundo sabe lo poco piadoso que es), pasando por los comerciantes y “pies polvorientos”, y por todos los integrantes de los gremios o artesanos. Los nobles también asisten, por supuesto, además, ellos, disponen de sitio preeminente en el recinto sagrado (a la izquierda y derecha del altar mayor, y en sus respectivas capillas). Las puertas se abren de par en par, así como los ventanales, y en la cercana plaza de San José se instalan sillas (que se alquilan y cuya recaudación se reparten, casi por igual, la ciudad y la iglesia). Los niños callan, y los monjes se extasían en el claustro, donde las ocas son las únicas autorizadas para armar escándalo cuando él alcanza, con, gracias a su prodigiosa voz, niveles nunca antes escuchados por mortales oídos. Los excluidos, como siempre, son los pobres, que se conforman con lo que les cuentan los ciegos, únicos pedigüeños a los que dejan instalarse por los alrededores. FIN DEL INCISO.

Se sienta, agotado, en su habitual silla de lectura y estudio, delante de él, en la amplia mesa, hay un libro de anatomía humana, un paño con “sangre de drago” (poderoso pegamento extraído del árbol Dracaena Drago), un compás, un estilete y una granada (fruto del granado, Punica Granatum) abierta por la mitad. Se introduce la punta del compás en la garganta, hace un giro de 360º, y al brotar las primeras gotas de sangre, pasa el lienzo por la herida. Con el estilete, haciendo delicadas palancas, saca todas las notas musicales que están dentro de su cuerpo, y que se instalan, tras romper el episperma, dentro de las rojas semillas. Tras la operación sale por la puerta de la biblioteca, lejos de incómodas miradas (gracias a la hora que es; sonaron hace poco Laudes), y se encamina hacia el Parque de los Caballos, donde le espera alguien para el trueque: su voz, a cambio de…

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