Desde mi ventana
Carmen Heras
Durante muchos años en mis viajes a Galicia, he pasado por Tábara, el pequeño pueblo zamorano donde nació León Felipe, poeta singular, cuyos versos fueron utilizados en la Transición como muestra de sana rebeldía y lucidez. Tiene el poeta un sitio de reconocimiento en distintos lugares de España, entre otros en su villa natal, pero a mí me gusta el que lo homenajea en un sencillo parque de Zamora, en la efigie de un hombre desnudo con los brazos en alto, apoyándose sobre una de sus rodillas doblada. El trabajo fue realizado en 1984 por Baltasar Lobo, un inmenso escultor (también zamorano) y lo encargó con gran acierto la (entonces) Caja de Ahorros Provincial de Zamora en la conmemoración del primer centenario del nacimiento del poeta.
“Debí nacer en la entraña de la estepa castellana y fui a nacer en un pueblo del que no recuerdo nada”, escribe León Felipe, ácido y trashumante, que vivió la guerra civil, como otros muchos, con desgarro. Que se exilió y que (según sus propias palabras) nunca se sintió de ninguna parte que no fuera aquella en la que estuviera, según el momento de su vida. Un hombre lleno de experiencias. Un hombre lúcido.
No se a ustedes, amigos, pero a mí me retroalimenta saber de las circunstancias de otras vidas, de sus incertidumbres y su afán inteligente por vivir. Conocer la similitud (aún cambiando los tiempos) de algunas historias antiguas con las de ahora. Lejos de desconfiar como quienes dicen que estamos repitiendo continuamente la historia, porque la humanidad es un poco “bodoque” y nunca aprende, a mí me tranquiliza saber que las personas somos bastante similares, arreglando o desarreglando asuntos, ni más torpes, ni más listos y que por ello para todos, en algunas circunstancias sobrevenidas, debiera existir la piedad. Frente a los afanes inquisitoriales de algunos, yo reivindico un uso inteligente de aquella, aún sabiendo que para ser eficaces, se precisa de lucidez en el juicio de quien la otorgue. Sin piedad, la vida se vuelve pacata, extremosa y malvada y cada sujeto (hombre o mujer) se convierte en un “lobo” que produce otros, pues quien es injustamente tratado pierde asimismo la capacidad del perdón.
Carece de sentido, al menos para mí, el atacar al adversario político por acciones que uno mismo ha realizado (no es mejor que él, aquel que hace lo mismo) como tampoco lo tiene ese rebatir la crítica de otros, con el “tú mas”. En esta época política se echa en falta una serena lucidez para enjuiciar lo propio y lo ajeno; una actitud abierta ante los hechos que permita entenderlos en su conjunto sin “apriorismos” partidarios. Por contra, se la ha cambiado por una defensa a ultranza de las actuaciones de los “nuestros” aunque infrinjan las normas más elementales del oficio que desarrollan. En esta lucha sorda por permanecer los unos en el poder y los otros por alcanzarlo, se considera “delito de traición” opinar de manera autónoma y sin orejeras partidistas. Y hasta es “pecado” dar la razón a quien la tenga, si el que la tiene no pertenece a nuestra “tribu”. Dividido el mundo entre buenos y malos, es posible que nos estemos acercando a un desastre total.