c.q.d.
Felipe Fernández

Ya está, ya pasó. Ha vuelto la anhelada rutina. Han terminado –por fin- las copiosas celebraciones navideñas. En el fondo, no deja de ser una paradoja “cuasi” infantil el intento de quitarnos ahora muy rápido lo que hemos consumido en todos esos días, como si se tratara de una expiación cristiana de la gula más intolerable. Por si esto fuera poco, parece que hemos sobrevivido –aparentemente enteros física y emocionalmente- a las tradicionales e ¿inevitables? discusiones familiares entre langostino y langostino. No sé si cabe achacar la responsabilidad al alcohol, abundante en estas ocasiones, a la lógica disputa generacional, o a la desgana por controlar los excesos verbales; lo único cierto es que los “malos rollos” se han convertido en un clásico de la época, como el cava o los turrones. Hasta tal punto es así que se publican manuales y se mentaliza a los componentes, preparando quizá la próxima especialidad de los terapeutas platenses. Parece evidente que juntar a tanta gente, con tantas edades distintas, con ideas diferentes y, a veces, contrapuestas, es un ejercicio complicado en el que el trayecto y el final pueden verse seriamente comprometidos a poco que se afilen las aristas. Resulta cuando menos chocante que, en un tiempo en el que

El papel que nos toca desempeñar tiene que ver, de manera literal, con las tres palabras que adornan la Navidad

las palabras paz, amor y felicidad presiden toda la celebración navideña, se saquen a la luz diferencias y pequeños rencores. Hay quien argumenta, no obstante, que la calidad del marisco, la cantidad de platos removidos de la mesa y la oportunidad de las conversaciones son motivo suficiente y que está en la naturaleza humana discutir sobre todo ello, como si la fatalidad impusiera su ley sobre los buenos deseos. Y, sin embargo, hay quien sostiene –entre los cuales me incluyo- que lo fácil es dejarse llevar porque no supone ningún esfuerzo (salvo el de las cuerdas vocales) y que es mucho más difícil, mucho más exigente, buscar el control y el equilibrio suficientes para no echar leña al fuego. Al fin y al cabo, ¿es tan importante tener razón? Si lo pensamos despacio y con calma, el motivo más importante, el objetivo fundamental de nuestra presencia en esas comilonas no es tener razón, ni gritar más fuerte, ni siquiera constatar las lógicas diferencias; el papel que nos toca desempeñar tiene que ver, de manera literal, con las tres palabras que adornan la Navidad. Hasta que no comprendamos eso y que de esta intención primera se deriva un buen puñado de principios y valores necesarios para vivir y convivir, no entenderemos nada; ni siquiera el manual por muy bien explicado que esté.

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