La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Solo hay una despiadada certeza en la vida de un ser humano: tenemos fecha de caducidad. No sabemos dónde está situada, no existe un código de barras que ofrezca detallada información sobre ella, pero somos plenamente conscientes de su inexorabilidad. Los jóvenes conviven con esa espada de Damocles confiados en su frescura y en las traicioneras estadísticas; el anciano nota su acechanza, percibe su aliento y procura que no se convierta en obsesión durante los últimos años de presencia entre los vivos.

Esta realidad nos obliga a valorar nuestras ocupaciones; debemos elegir aquellas que merezcan más nuestra atención, las que nos dejen un agradable regusto al concluirlas y no la sensación de haber malgastado unos minutos, unas horas que ya no podrán recuperarse, definitivamente dilapidadas en un suceso intrascendente. Es habitual que al cumplir con los deberes higiénicos, nuestra caldera se torne caprichosa y tarde más de la cuenta en calentar lo suficiente el agua para que la obligada tarea se convierta en un momento de satisfacción. Segundos interminables estos que provocan desagrado e impotencia. Tiempo perdido.

Puede suceder que la visita médica se ajuste escrupulosamente a lo pactado, que las noticias sean buenas y que no merezca la pena retornar al trabajo, con lo que los minutos encontrados pueden dedicarse a la ingesta de una inesperada cerveza en buena compañía. Tiempo ganado. En una de esas mañanas en la que sales apurado, subes al ascensor inmediatamente después de haber sido utilizado por el demoníaco hijo del vecino del séptimo que ha pulsado todos los botones hasta el bajo con el consiguiente retraso añadido. Tiempo perdido.

Solo hay una despiadada certeza en la vida de un ser humano: tenemos fecha de caducidad

Cabe la posibilidad de que se te advierta nada más llegar a la oficina del fallo masivo de los equipos electrónicos sin los que tu tarea es imposible. Su arreglo requiere muchas horas de trabajo y tu jefe -en una inusitada muestra de benevolencia- decide suspender la jornada laboral hasta el día siguiente. Tiempo ganado. Ocurre en ocasiones que te trasladas en tu vehículo y has de compartir las vías con el resto de los ciudadanos. Nada que objetar, si no fuera porque justo delante se ha situado el conductor más lento de la ciudad, uno de esos que lo hace todo tan despacio que parece vivir a cámara lenta, de los que confunden prudencia con parsimonia, ineptitud y miedo paralizante. Por supuesto, realiza exactamente tu mismo itinerario. Tiempo perdido.

Nada más acabar de comer, te sientas a reposar y, sin tenerlo previsto, tus ojos se cierran. Despiertas poco después con la sensación de haberte desprendido del cansancio que habitualmente te acompaña. Tiempo ganado. Tantas horas dedicadas a novelas que terminas por puro pundonor, películas que olvidarás para que se regenere tu buen gusto, programas de televisión que deberían suponer la detención inmediata de sus creadores y así salvaguardar de la chabacanería a las generaciones venideras, exposiciones que invitan al desconcierto o a la risa… Tiempo perdido. Amar, reír, biencomerybeber, una buena conversación, disfrutar de las personas queridas, regar el alma con pasiones compartidas, enorgullecer a los que te aprecian, infundir respeto en los que te conocen, saldar cuentas y que nunca te falte la sonrisa. Tiempo ganado. Odiar, despreciar, envidiar, despotricar, trabajar como un esclavo para quien no valora tu esfuerzo, llorar porque no has conseguido que te quieran, sonreír con dificultad y vivir preso de la decepción y la amargura. Tiempo perdido… e irrecuperable.

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