c.q.d.
Felipe Fernández

Era cuestión de tiempo que ocurriera. Aunque en el fondo de nuestro entendimiento mantuviéramos la ilusión de aplazar el momento todo lo posible, ya sabíamos que era difícil parar lo imparable. Sucedió no hace mucho en una de estas mañanas tempraneras en las que vuelvo de llevar a mi hija al colegio. Casi en la puerta del cole y, probablemente con el mismo destino, nos cruzamos con otro coche conducido por un hombre de mediana edad de rostro alegre y despierto mientras en el asiento del acompañante, un adolescente con cara de enfado consolidado y ceño fruncido, lucía unos auriculares ostentosos por tamaño y color. ¡Ya está! –me dije-; ¡ya llegó! Entre las muchas iniquidades que podríamos dejarles a nuestros descendientes, esta es, sin duda, una de las más severas. Propio de una sociedad cortoplacista, más interesada por la banalidad inmediata que por los valores y los principios permanentes, vamos a dejar el futuro sembrado de sordos. Y no solo

Los poderes públicos incapaces de escucharse para consensuar una ley educativa sólida y perdurable

funcionales, que también, sino sobre todo sordos sociales, incapaces de escuchar, más pendientes de rebatir que de atender las razones. Parece mentira que en un país en el que una de las frases más manidas es esa de “este me va a escuchar”, cerremos nuestras entendederas con tanta facilidad, mucho más, por supuesto, si el asunto implica intercambio de opiniones. Así que, no se asombren. Desde pequeñitos les permitimos encerrarse en su “sordera cívica” para no tener que oír lo que no les plazca y atender solo los sonidos agradables a sus delicados oídos. En aras de una “manejable” relación paterno-filial, les permitimos llegar a sus respectivos colegios e institutos con todo el arsenal comunicativo en marcha, esto es, auriculares, móviles y aparatitos de música cuyos nombres cambian al mismo ritmo que las necesidades de consumo. Si les llamas la atención y les dices que los centros educativos son lugares para hablar… y escuchar, te miran con mala cara desde su hormonado orgullo y, muy a su pesar, esconden los bichejos el tiempo justo para que te creas que cumplen las reglas. Si, por el contrario, comentas este aspecto -o algún otro como el de la vestimenta adecuada, tan oportuno, tan educativo- con algún padre-madre, encontrarás excusas reconocibles, casi todas relacionadas con el comodín “centropúblico” como si el adjetivo público fuera sinónimo de vulgaridad, de impertinencia, de dejación de funciones. Y, mientras tanto, los poderes públicos incapaces de escucharse para consensuar una ley educativa sólida y perdurable. Pues eso: sordos.

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