Desde mi ventana
Carmen Heras

Hay personas que navegan por la vida como si de galeones viejos se tratase. Ya saben, esos barcos a vela, robustos y pesados, aunque con un gran potencial destructivo, usados desde principios del siglo XVI, para el comercio o la guerra. Se mueven lentos, con gentes diversas a su servicio haciendo turnos, disponen de los camarotes correspondientes, de las viandas de la cocina, son usados por piratas y señores…

Hoy desperté sobresaltada, soñaba que tenía que tocar una pieza con un instrumento musical cuyo nombre no recuerdo y debiendo hacerlo con otros llegué tarde a la cita. Uno de los jefecillos lo afeó. Mientras, yo había olvidado por completo la partitura y recapacitaba, con angustia, sobre lo qué hacer. Agradecí despertar y que todo fuera un sueño. No más quimeras ni intranquilidades por cuestiones oníricas que te salen al paso. No más vehemencia en el enfoque, nada de muros que saltar. Ni caminos que recorrer como no sean los previamente buscados. Durante mucho tiempo me reté en los objetivos, física y mentalmente. A explorar nuevas formas, métodos y lides. A ensayar nuevos contenidos y disciplinas. A encauzarme en nuevos proyectos. Para mí y para los otros. Ese tiempo murió. Solo leo las distopias, ya no las genero.

Explica David Damrosch, una eminencia en literatura comparada mundial y que acaba de recibir el Balzán de Literatura -un premio que otorga la Fundación Balzán a grandes expertos en distintos campos y cuya suma económica alcanza los 750.000 euros- que la literatura explica muchas cosas, y que aunque no puede reconocer una enfermedad (pongamos por ejemplo) si puede tratar sobre el miedo que nos produce, nuestro terror ante una catástrofe, la importancia que damos a cualquier cambio, etc. Quizá por eso leemos mucho thriller, mucha ciencia ficción y distopias. También, narraciones de sucesos reales. Están de moda las biografías escritas por terceros. Y los libros de autoestima. Y los escritos por políticos.

En estos últimos, a menudo se refleja el análisis de unos hechos reales (en ocasiones con tragedia incluida), se narran viejas historias feas de quienes buscaron invectivas contra aquel que los puso en un sitio determinado, los aceptó en sus filas, incluso los ha encumbrado y hasta les ha dado de comer. Como en los clásicos, resulta que las ambiciones personales nunca tienen límite y solo la moralidad personal puede ponerles freno cuando se desarrollan en exceso, atrapando y secando todo a su paso, como de hecho casi siempre ocurre. Ejemplos a miles coronan todas las épocas en los grandes sitios e incluso en los pequeños. Siempre hay un patán que, solo o en compañía de otros, se pone a guerrear para eliminar al líder. De pronto un día, quiere su sitio y comienza a pleitear para lograrlo. Primero le presta colaboración pero a los dos meses inicia una obscena cuenta atrás de revuelo donde el que decía ser amigo pervierte el orden de las cosas, y comienza a destrozar y malmeter en todo. Como tiene mucho tiempo libre lo emplea en intentar el asalto, en cercenar aureolas, en convencer a los aliados de que con lo que hay nada pueden ganar. Y lo curioso es que muchos entran en el juego, y aceptando la hipótesis que el villano les muestra, combaten con la vista únicamente puesta en su avaricia, ancha y larga como una noche de tormenta. Ellos creen que así van a crecer. Menudo novelón.

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