Unidas Podemos Cáceres muestra su rechazo a los recortes en educación
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La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Despierto bruscamente del inesperado sueño. El cansancio me ha vencido y, acomodado entre los brazos, sobre el libro de Lengua, me he quedado dormido. El día ha empezado pronto, a las 6:45, porque mis padres madrugan para trabajar y nos dejan en el aula matinal del colegio. A las 8:55 nos integramos en nuestra clase y comenzamos la jornada escolar que se extiende hasta las 14:00. Solo paramos media hora para disfrutar del recreo -el mejor momento del día- y jugamos con tantas ansias que se nos pasa sin darnos cuenta. Cuando suena el timbre, lo recibimos con gesto de pesar y, después, todo es más costoso.

Tengo nueve años, ocho asignaturas y seis profesores distintos. Algunos son más cariñosos que otros; todos quieren que su materia sea la protagonista y nos hacen creer que, sin ella, la vida en el futuro será poco menos que imposible. No es que no me divierta nunca en el cole, algunos días salgo contento, solo que los niveles de exigencia son tan altos que me cuesta un mundo conseguir las objetivos que me imponen. Además, carezco de fortuna: cada vez que remoloneo y dejo algo sin hacer, me preguntan y recibo una áspera regañina de la que, por supuesto, se enteran mis padres. Mi hermano, que está dos cursos por delante y saca buenas notas sin apenas esforzarse, me cuenta que en su clase reciben prácticamente la misma instrucción, salvo que ampliada y a mayor velocidad, que la ESO se acerca.

Por las tardes, mis padres han decidido que amplíe mi formación con más clases de inglés porque parece ser que sin conocer bien ese idioma ya no puedes moverte por el mundo, aunque a mí jamás me ha hecho falta y creo que a ellos tampoco. Juego al baloncesto en el equipo del colegio y me encanta. Algunos fines de semana jugamos partidos contra otros colegios; a veces ganamos y eso nos alegra mucho. En ocasiones no puedo entrenar porque no he terminado o he olvidado los deberes que siempre me mandan para hacer en casa y me castigan suprimiendo lo que más me divierte. Lo asumo: sé que ellos lo hacen por mi bien y piensan mucho en mi porvenir, aunque yo no soy capaz de imaginar mi vida más allá del fin de semana próximo en el que vamos a celebrar el cumple de tres compañeros de clase. Después tendré que estudiar, raro es que nos dejen descansar hasta el lunes. Siempre me dicen que debo mejorar, que lo que haga ahora me beneficiará en ese futuro que no puedo ni imaginar, pero muchos días pienso que me gustaría vivir con menos obligaciones. Tengo la sensación de que las cosas que aprendo durante las largas jornadas escolares no me sirven para ser más feliz. Incluso en ocasiones no las quiero hacer porque me entristecen mucho y añoro las actividades que me divierten. Las hago sobre todo para que mis padres estén contentos: cuando aprobé el curso pasado y solo tuve un cinco, me cubrieron de besos y comimos en nuestra hamburguesería preferida.

A lo mejor con esto de los deberes se pretende satisfacer a los padres. Si es por eso, seguiré haciéndolos, aunque cada vez me aburran más.

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