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La amistad y la palabra
Enrique Silveira

El colegio es el primer encuentro del ser humano con sus responsabilidades. Hasta ese instante todo han sido parabienes, arrumacos y delicadeza, pero se van incorporando cometidos que te alejan paulatinamente del juego como eje vital y también de la placidez que reina en la primera infancia. No se puede decir que los colegios se nos presentan como lugares en los que la diversión o el regocijo tengan prohibida la entrada, pero hay mucha distancia de ahí a que los progenitores -desde luego con la mejor intención- te despidan cada mañana con un «¡a pasarlo fenomenal!» como si hubieran olvidado los enormes empeños que la asistencia a las aulas comporta y que ellos sufrieron durante la primera parte de su vida, aunque ahora la memoria no resucite esos momentos o les convenga ocultarlo para mitigar las reticencias de sus vástagos. Desterrado el aspecto casi carcelario, se debe reconocer que los colegios en la actualidad rezuman color y se visten para animar los sentidos, como respuesta a la frenética actividad de la nueva pedagogía que se esfuerza en presentar los centros escolares como alternativa al ocio. Estas teorías en absoluto convencen pero se agradece esa renovación, que un entorno ornamentado espolea el espíritu y facilita el sacrificio que supone la formación.

Aun siendo profesor, jamás me ha ofendido que mis hijos no quieran ir al colegio; he entendido siempre sus recelos, he desarrollado empatía con ellos porque tengo muy presente mis años de formación, jamás he preguntado (sería hipócrita) si tienen ganas de volver a clase tras las vacaciones y, sobre todo, he sido siempre consciente de que mis argumentos para edulcorar el esfuerzo de acudir a clase nacen de una mente adulta y difícilmente pueden acomodarse en la de un niño. De cualquier forma, dado que la autoridad familiar nunca ha dado muestras de flaqueza, esas vacilaciones se han diluido hasta desaparecer: suspicacia dominada, asistencia asegurada.

El confinamiento nos ha enfrentado a situaciones inauditas, la última relacionada con la presencia en las aulas. Tras cuatro semanas encerrado en casa, Miguel, mi hijo pequeño, alzó la cabeza durante la comida y dijo algo impensable si te inscribes en la normalidad: «Tengo ganas de volver al cole». Silencio, rostros girados hacia el protagonista, cubiertos en descanso y bocas entreabiertas. ¿Has tosido en las últimas horas?, ¿te duele la cabeza?, ¿tienes dificultades para respirar? Dicen que pierdes el gusto y el olfato, ¿te sabe la comida como siempre? Hay que tomar la temperatura, el termómetro tiene la última palabra, la fiebre es el síntoma más significativo…

No, Miguel conserva la buena salud de siempre. Ni siquiera presenta síntomas de melancolía a pesar de haberse visto obligado a permanecer encerrado cuando lo que más le gusta en el mundo es callejear. «Confinamiento obligatorio», le mostré los titulares de la prensa que advertían del estado de alarma y asumió mejor que muchos adultos su responsabilidad.

«Echo mucho de menos a mis amigos. Hablar con ellos a través de la play está bien pero no es lo mismo «. Dejar de madrugar, esquivar jornadas lectivas en exceso largas a las que suceden tardes dedicadas a los interminables deberes y alejar la pujanza cercana de los profesores, que no siempre ayudamos porque somos tan humanos como ellos, ha desarrollado en él una inicial estima por el colegio telemático. Pero la lejanía de sus amigos, compañeros de correrías desde que tiene memoria, ha hecho tal mella en su ánimo que está dispuesto a volver al lugar de los esfuerzos, las inquietudes y, a veces, los sinsabores con tal de disfrutar de su compañía.

Se denomina secuela a los rastros que deja la enfermedad en los que la contraen. En este caso, el protagonista no ha caído enfermo, pero las restricciones sociales que la pandemia ha exigido a la sociedad le han provocado una reacción difícil de ver. ¿Y si el cole no fuera tan malo?

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