Coliving y cohousing para combatir la despoblación en la provincia de Cáceres

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Mi ojito derecho /
Clorinda Power

Montilla es un pueblecito que se dedica a producir vino en la provincia de Córdoba. Tiene veinte mil habitantes y un montón de zapaterías que se reparten a lo largo de una calle larguísima con dos carriles, uno para ir y otro para volver. Montilla no es ni muy bonita, ni muy elegante, ni muy antigua. Tampoco los montillanos son especialmente simpáticos, ni especialmente guapos, pero qué duda cabe de que son especiales: están por todas partes.

Ni un solo local cerrado por traspaso, ni un solo camarero ocioso, ni uno solo de los montillanos mano sobre mano. Caminar por sus calles significa tropezarse con la hormigonera dando vueltas (¿se acuerdan?), el señor barriendo la acera, el cartero llamando a la puerta, el coche saliendo del garaje, el abuelo comprando el pan, las señoras tomando café y los niños comiendo pasteles para merendar. Todo marcha en este pueblo, todos saben hacia donde van.

Qué lejos queda Madrid, qué lejos quedan las colas del paro, las manos vacías y la gente deambulando para gastar el tiempo. Y yo. Yo también estoy lejos de estas calles relucientes, del cura vestido de sábado, de las gominolas que me regalan en la farmacia antes si quiera de coger la vez para comprar. Nadie levanta la cabeza curioso cuando me ve pasar, pero hay quien me da los buenos días y hasta me los desea con ese gesto en las cejas. En este pueblo de calles estrechas se tienen más conversaciones que en un ascensor en la capital.

“Qué aburrido vivir en un pueblo” pero qué entretenido ver a sus habitantes caminar. Al centro de salud, a la oficina, a la obra, a la viña y al olivar. Qué lejos quedan las corbatas del Congreso, las ruedas de prensa, las conexiones en directo y los pactos de Gobierno. Y qué cerquita está todo en este pueblo, hasta el trabajo, que casi lo puedes tocar.

Qué suerte tienen los montillanos de tener un cine a cuarenta kilómetros y no una sala cerrada en el barrio desde hace años. No es aburrimiento, es respeto lo que se siente en esta calle tan larga que parece que nunca se acaba. Dan ganas de imitarles el paso a los montillanos, de fingir rutina sin atascos, de pararse a saludar. En Montilla los montillanos tienen trabajo. En Montilla los mirones no tenemos otra cosa que hacer que disimular que hemos venido hasta aquí de vacaciones y no solamente a mirar.

 

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