La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

Es un personaje irrepetible Luis. Goza de muchas cualidades: pródigo y divertido, ingenioso y jovial, desinteresado y chispeante. Si acude, puedes estar seguro de que el aburrimiento no presidirá la reunión. Disfruto de su amistad desde la infancia; compartimos innumerables experiencias y no pocas opiniones, pero una de mis pasiones, el fútbol, le es completamente ajena. Eso no significa que no asista a las convocatorias que giran en torno a un partido, todo lo contrario, si bien su nula predisposición y su incurable tendencia al sarcasmo le inclinan a pasar el tiempo interrogándonos sobre lances del juego que, se supone, le hacen dudar. Quiere saber si las tarjetas que muestra el árbitro se venden individualmente o este ha de recortarlas para cada partido de un pliego más grande; le inquieta la posibilidad de que un jugador expulsado se niegue a salir del campo (¿la Guardia Civil se encargaría de sacarlo?); cambia de preferencias en el descanso, de forma que anima con su estentórea voz a un rival en cada tiempo. Sí, nos desquicia con todas estas preocupaciones, pero aquí no acaba la cosa, pues su desapasionamiento le permite elucubrar sobre las expresiones de los comentaristas con lucidez y acierto. Y es que se presta a ello la florida y a veces desconcertante jerga futbolera. Se fija en la presencia de la metonimia cuando el narrador describe una acción en la que un jugador “acaricia el cuero” como si este fuera una hermosa damisela, en vez de golpearlo con extrema violencia; percibe después que otro de los protagonistas corretea de manera incesante y propone que sea reconocido como “pulmón del equipo” y que al dorsal 10, de incipiente calvicie, se le denomine “cerebro”, ya que acapara y organiza el juego. Todo lo dice sereno y mesuroso, de manera que se establece un tremendo contraste con el resto de los contertulios que siguen apasionados el juego.

Ahora vienen las incorrecciones. Se plantea Luis por qué los narradores confunden las palabras y se empeñan en hablar de “envergadura” cuando quieren decir ”corpulencia” o a la pelota “la pegan duro “ en lacerante laísmo o utilizan el término “tarascada” (morder o herir con los dientes) para definir la patada que acaba de derribar a un jugador. No entiende que los defensas apurados “achiquen balones” como los jíbaros con las cabezas de sus rivales y reprueba a los que se conducen con violencia bajo el eufemismo de calificar al fútbol como un “deporte de contacto” (¿pie-tibia?, ¿rodilla-espalda?). Tras ello se asoma al mundo de la metáfora, tan habitual en estas narraciones. Se pregunta si este equipo, que está recibiendo una tunda, ocupará en breve “el farolillo rojo” o si aquel jugador se queja sobre la hierba porque un rival le ha hecho “la cama”. Resalta el tono épico de algunas expresiones “la defensa ha conjurado el peligro” o la manera de medir el tiempo “se desgranan los minutos”. Por fin llega el momento de interpelarnos sobre cómo podemos entender lo que se nos dice cuando existe tal afluencia de extranjerismos en el relato, y no le falta razón: penalty, derby, manager , corner , champions league, golaveraje, catenaccio…y algún latinismo, como el dedicado al defensa que parece preocupado por sus inversiones en vez de marcar al delantero rival y se le declara “in albis”, o el entrenador que recibe un” ultimátum” dada su afición a perder los partidos.

Acaba el encuentro y sus demandas no cesan: “¿Se comerá las uvas este preparador?” A estas alturas ya estamos sumidos en la desesperación y ni siquiera contestamos. Eso sí, en el próximo partido habrá reservado un espacio para él, por supuesto.

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