Flautas,-Antares-y-Payas

Reflexiones de un tenor /
ALONSO TORRES

Quisimos leer a mil poetas diferentes y no llegamos siquiera a las estrofas que la Gran Tortuga -la que sostiene sobre su concha el mundo- nos procuró en tiempos en los que el sol salía y se ponía en nuestro honor. Dejamos de hacer instrumentos para los jóvenes músicos de Oriente: dulzainas, violines, laúdes barítonos -tus preferidos-, flautas de bambú, gaitas, chirimías y nuestra manufactura más valorada, los órganos portátiles activados por las alas de los Dragones de los Estanques, esos pequeños seres que desde el incidente con San Jorge, acompañan a las mujeres que así lo desean y pueden permitírselo.

Cuando llegó la Festividad de la Luz desaparecimos el uno del otro, hubo una traición mutua, un acuerdo en la mentira. Lo último que vi fue tu rubia coleta. Las ciruelas cayeron en nuestro jardín y nadie las recogió para hacer mermelada; los conejos se escaparon y acabaron con la huerta; las ovejas fueron robadas por los obreros de la fábrica; y en nuestro lecho habitan a día de hoy las arañas y el olvido.

Cuando llegó la Festividad de la Luz desaparecimos el uno del otro, hubo una traición mutua, un acuerdo en la mentira. Lo último que vi fue tu rubia coleta

Al contrario de lo que pintara Magritte, ya no hay bolas negras para mimar nuestros sexos. Y por la ventana de nuestra casa nadie mira la gran fuente de porcelana que te trajeron desde Wien, más allá del frío (nos pareció divertido, por lo que tenía de extravagante, colocarla en el recibidor de nuestro perdido hogar).

Al oír los laúdes de la Isla de la Fortuna afinar para iniciar el concierto de la fiesta de las Tres Oraciones, salí del recinto amurallado con lágrimas en los ojos y el alma arrasada, tú eras integrante de dicha orquesta de pulso y púa.

No me había pasado hasta ese momento, pero entonces vinieron a mí las palabras de aquella gitana que nos encontramos en la subida hacia La Alhambra, <<Acabaréis juntos, o no acabaréis>>, nos dijo. Anduve sollozando hasta alcanzar el Huerto Nono, y enjugándome las lágrimas recordé lo bien que nos lo pasábamos en las represas, mojándonos las ropas, llamando con engaños a los dragones, poniendo sobre las rocas su alimento preferido, los hojaldres rellenos de crema que comprábamos, o robábamos, en la pastelería del Palacio Viejo, ese que parecía un “Exin Castillo” y que a ti, entre bromas y veras, te daba miedo. Reías nerviosamente cuando atravesabas el patio trasero, a la carrera, para llegar hasta el portón de las cocinas y sentirte a salvo, desde allí me llamabas con tu voz cálida, que aún en esos momentos de excitación, guardaba todo su ardiente color…

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