Nomofobia

Lanzó sus dedos al teclado como alma que lleva el diablo. Llevaba fuera un par de horas con el móvil sin batería, y durante ese tiempo podía haber ocurrido cualquier cosa. Y lo peor no era que ocurriera sin más, sino que ella no se enterase y hubiera cientos, tal vez miles, que se adelantaran en el twitter. Aún recuerda el día que se abrió la cuenta. Ella, que presumía de ser una especie en extinción, un animal analógico, cayó rendida a las garras digitales aquella maldita tarde que bajó la guardia y se dejó convencer por Paco. Escribía postales con sello, se compraba material de oficina con auténtica pasión de madre primeriza. Se compadecía de esos adolescentes que crecían con los smartphones, las tables y las actualizaciones de estado. Parecían zombis arrastrando los pies con la cabeza gacha, deambulaban por la ciudad con las alertas del whatsupp sustituyendo a los latidos del corazón. ¿Pero cómo habían llegado a esa situación? Oh my God!!!

Cedió a las presiones de Paco, su exnovio, con la convicción de que abrir la cuenta no le procuraría mayor satisfacción de las que tenía desgastando el carboncillo contra la celulosa. Se buscó un nick @yoamoelpapel84 y puso su contraseña de siempre. Y voilá, ya tenía su cuenta creada. Sin seguidores aún, o followers, cómo decían los ‘yonkis tecnológicos’ que tenía por amigos, comenzó a pasar solo los tiempos de espera que había desde la estación del metro hasta su trabajo, y el camino desandado.

No percibió cuándo sucedió exactamente, pero un buen día estaba totalmente enganchada. No podía pasar un día entero sin conectarse. Y no sólo a twitter. Se abrió cuenta en facebook, tuenti e instagram. Hablaba con sus amigas por whatsupp y ligaba en el Tinder, Meetic y Badoo. Tenía miles de amigos dentro de la pantalla de su móvil, pero se sentía completamente sola. Le temblaba la mano cuando mandaba órdenes a su pulgar. Era una especie de alcohólica digital. Conocía algún caso más como el suyo, pero no sabía dónde dirigirse para aliviar su carga. Se pasaba cotilleando los post de los demás, algunos ni siquiera de amigos o conocidos. Llegaba a ellos pinchando de nombre en nombre. No le interesaba lo más mínimo las vidas ajenas y sin embargo no podía dejar de ciberacosar a extraños. Retuiteaba idiomas incomprensibles para ella, y daba ‘me gusta’ como quien reparte droga a la puerta del colegio. Al principio estaba bien eso de tener una vida paralela donde era popular, muy popular, después pasó a formar parte de su rutina, de su labor cotidiana, hasta convertirse en una obligación que le mantenía apegada a una intensidad imposible de rebajar. Solo descansaba cuando el sueño le vencía. No porque su vida estuviera regida por disciplina o costumbre, sino porque se quedaba dormida en el intento de lanzar un tuit más. Solo uno más.

Había leído que su adicción tenía un nombre: nomofobia. Y visto así, la verdad es que no sonaba tan mal, aunque eso era simplificar demasiado su necesidad a estar conectada 24 horas 7 días a la semana. Vivir online. Pertenecía a una generación que se tomaba en serio las posibilidades que ofrecían las nuevas tecnologías. Algún día se desengancharía, pero para eso todavía faltaba mucho tiempo.

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