Soledad. Emilia Guijarro

La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Noté mi enfermedad en su lenguaje gestual. Hacía tiempo que no nos veíamos pero estaba seguro de que conocería mi padecimiento, porque desde su aparición me había negado a esconderlo. Hay personas que ocultan la presencia del cáncer. Piensan que su reconocimiento comporta una especie de claudicación que la sociedad interpretará como el principio de una larga pero inexorable despedida, que a partir de esa revelación todos te tratarán de forma diferente, se imbuirán de una piedad hipócrita que no servirá de analgésico, más bien se incorporará a la larga lista de síntomas con los que convives todos los días.

No soy de esos y desde que el médico me comunicó que mi cuerpo albergaba un visitante tan inadecuado como inoportuno, decidí que mi vida seguiría los parámetros que hasta ese instante habían sido mis señas de identidad, solo que con un invitado indeseado al que presenté sin reparos. Pero aquel encuentro con Juan devastó una buena parte de los recursos que todavía apilaba para enfrentarme con gallardía a tan poderoso enemigo. Mi aspecto no era el mismo; mi extrema delgadez no podía disimularse bajo la ropa que poco antes se ajustaba como si hubiera sido fabricada expresamente para mí; mis pasos, cortos y lentos, me llevaban pesadamente a los lugares a los que antes llegaba con ligereza; mis ojos miraban al suelo donde cualquier resalte se convertía en peligroso obstáculo; mis pulmones se habían desinflado y parecían repeler el aire que tanta falta me hacía.

Sigo aquí, con ganas de disfrutar de todo lo que me ha complacido

No pudo disimular Juan. Habíamos pasado muchos momentos juntos, nos apreciábamos un montón y siempre que nos veíamos despreciábamos el protocolario apretón de manos para darnos un abrazo. Aquel día solo fue capaz de poner su mano sobre mi hombro con delicadeza, como si no quisiera hacerme daño. Su mirada era esquiva, parecía que no habíamos compartido una buena parte de nuestro pasado; se percibía en sus gestos un desasosiego que se alojaba entre el temor y la impotencia. No me sorprendió. Me había ocurrido en otras ocasiones, pero era la primera con un amigo tan querido. Nada podía reprocharle; cuando el sufrimiento te acompaña de forma incesante, te cuesta encontrar compañía. A mí me había sucedido en el pasado y no me había comportado de manera más distinguida. Huía de los deprimidos; dejaba de llamar a los que ponían inconvenientes para continuar el esparcimiento; me alejaba inconscientemente de todo aquel que no desprendía luz, alegría y placidez; me cuidaba de no acercarme a lo que interfiriera en mi armonía vital.

Juan, mi querido Juan, ¿cómo podría yo echarte en cara tu comportamiento?

Cómo, si yo lo hice igual con antelación, cuando mi cuerpo rebosaba salud, mis días no acababan nunca y me sobraban las fuerzas. Ahora me hacen falta las personas como aquel Juan con el que compartía regocijo; quiero que se comporten como si no hubiera adelgazado y dedique todas mis horas a una batalla de la que probablemente salga derrotado; necesito saber que los que me han querido ven antes mi alma que mi dolencia. Vivo luchando contra la afección que me acerca al último tránsito… pero sigo aquí, con ganas de disfrutar de todo lo que me ha complacido, cerca de las personas a las que he querido, dispuesto, activo aunque no brioso, aplicado como nunca, expectante aún.

He pensado muchas veces en morir, demasiadas; asumo el acontecimiento con cierta dignidad; pensad que la definitiva desaparición es inapelable, no contagiosa. No me enterréis antes de tiempo: no merezco enfrentarme a estas últimas jornadas tan solo.

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