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La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

Cuando nació, su madre no dejaba de decir que tenía aspecto andino, como si no hubiera conseguido a lo largo de una difícil gestación aproximarse a los cánones de belleza infantil que se estilan por estos mundos. Una vez fuera del hospital, los familiares y amigos consiguieron cambiar su opinión aplicando un amplio abanico de lisonjas que, por supuesto, fueron recibidas con enorme satisfacción y proporcionaron un entusiasmo que pocas veces se disfruta a lo largo de la vida. Le llamamos Miguel, en honor a su tío y padrino que babea casi tanto como los padres en cuanto aparece, pues es hombre de gran corazón y está siempre dispuesto para cumplir, sin restricciones, con las demandas y caprichos de su ahijado.

Ha crecido rápido (no sin cierta pena, que se añoran esos días) y una vez superadas todas las etapas de la primera infancia en cuanto a la comunicación con sus semejantes se refiere (la mudez, la charla lenta y tergiversada, el discurso más acelerado, pero repetitivo o tartamudeante y, por fin, la cháchara incontenible), ahora campa a sus anchas ya con años suficientes para plantear cuestiones a sus padres que nos hacen, como poco, reflexionar, si no temblar.

Son estas de variada índole. Las primeras surgen de las lógicas dudas que suscita en un niño el uso del idioma, de manera que se suceden las preguntas sobre el significado de ciertas palabras, el uso legítimo de nuestra torturadora conjugación, la posibilidad de utilizar términos que constantemente escucha a su alrededor, pero que intuye no son del todo correctos (sí, los tacos), aunque lo haga de forma apocopada, “gili” y lo que sigue; la posibilidad de alterar estructuras que serán correctas, pero de imposible ejecución para individuos de corta edad…

Tras ellas, comienza el incesante bombardeo con el que intenta esclarecer las situaciones a las que le enfrenta la vida cotidiana y no entiende bien. Sin necesidad de recurrir a conceptos propios de una consulta de ginecología, le instruimos para que sepa que él fue gestado en la barriga de su mamá, aunque ahora parezca del todo imposible, ya que ni siquiera pueden compartir el mismo sofá. Hemos soslayado la insufrible metáfora de la semillita que el padre agricultor se encarga de hacer germinar; el viaje de la cigüeña que nos hace a todos parisinos, como si la alcaldesa de París no tuviera suficiente con lo que le toca, y el fugaz contacto entre hombre y mujer del que se excluye la parte carnal (un día papá y mamá se quisieron mucho mucho y, de repente, naciste tú), porque será un niño de corta edad, pero no merece ser convencido con argumentos que son un insulto para la inteligencia más mediocre.

Más difícil se puso la cosa cuando preguntó si dos buenas amigas, María y Maribel, casadas y madres de dos encantadores niños, habían decidido compartir piso, ya que siempre estaban juntas en nuestras visitas. “Pues no, hijo. Son algo más que compañeras de piso. Contrajeron matrimonio ya hace algún tiempo. Comparten sus vidas, como tu madre y yo, por eso viven en la misma casa y crían entre las dos a sus hijos”. La cara del niño no necesitaba el acompañamiento de la expresión verbal. Parecía decir:”Todas esas explicaciones y ahora vuelta a empezar…” Un repaso de la historia reciente de España le aclara que somos uno de esos países que han incorporado a su sociedad el matrimonio entre personas del mismo sexo, aclaración que en absoluto relajó su gesto de profunda perplejidad. “Pero si tú me has contado cómo vienen los niños y Nico y Noa no son adoptados, como algunos niños de mi cole, entonces…”

Bien, cuando mi mujer y yo decidimos tener hijos, nadie nos dijo que tendríamos que instruirlos en técnicas avanzadas de reproducción a tan temprana edad. Y eso debería estar en el libro de instrucciones, ese que no te dan en el hospital cuando te devuelven a tu casa con tu hijo y un enorme saco de dudas y temores. Sí, ya sé que han hecho mucho por ti y que no se les puede pedir más, pero es del todo incomodo que los padres debamos enfrentarnos a situaciones en las que nuestra expresión ante las dudas de nuestros hijos manifieste tanta sorpresa como las de ellos, o más.

De cualquier modo, no queda mucho para que los papeles se inviertan y seamos nosotros quienes preguntemos por los entresijos de esta sociedad que avanza tan rápidamente que pasas de interrogado a interrogador en un plisplás. Sabremos entonces qué cara se nos queda ante las respuestas de los que no mucho tiempo atrás quedaban boquiabiertos.

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