El iceberg – Microrrelatos
Víctor M. Jiménez

La mujer sale de su casa en el corazón de la madrugada. Viste un camisón de alegres estampados, que le queda demasiado grande, y está descalza. Tiembla de frío y de miedo. Algo la ha desvelado y la ha empujado a huir de la calidez de las sábanas, sin tiempo para protegerse con prendas más adecuadas contra la helada que está cantando su preludio.

Avanza muy despacio por una calle solitaria y oscura, mientras la angustia se le clava en la garganta como una ávida sanguijuela. Solo retazos dispersos de luna salpican de leche algunos rincones, lo suficiente para que sus pies frágiles no la hagan perder el equilibrio.

Transcurren los minutos con una viscosidad de aceite hasta que, de repente, oye pasos detrás. Se vuelve asustada y distingue una silueta que se aproxima. Lo reconoce: es el hombre al que lleva esperando desde que sopló las velas de la tarta de su ochenta cumpleaños. Representa el deseo al que se ha aferrado, desde aquel día, en cada crepúsculo, sin remordimiento ni pesar. Ha mezclado tantas veces su nombre en las oraciones que ahora, que lo tiene delante, la emoción hace que le florezca una cortina tibia en los ojos.

Es tal y como lo había imaginado: guapo, joven y elegante. Nada que ver con la iconografía popular. «Querido Caronte, ya estoy lista», le dice al hombre con la sonrisa sincera de quien ha exprimido el jugo a la vida. Él le echa su brazo por el hombro, en un gesto dibujado de ternura, y caminan muy juntos, hasta que la tiniebla los engulle para siempre.

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