Desde mi ventana
Carmen Heras

En uno de los capítulos de The Crown se narra la caída política de Margaret Thatcher, primera ministra británica desde 1979 hasta 1990. Uno de sus principales colaboradores dimite de su puesto, al no estar de acuerdo con su postura respecto a la CE. Al día siguiente, su liderazgo dentro del Partido Conservador es discutido y aunque inicialmente Thatcher manifestaría su intención de “luchar para ganar”, las recomendaciones de unos y otros la obligan a la renuncia “abandonando Downing Street entre lágrimas”. El desenlace desde un punto de vista humano es de una extrema dureza. Los que, salvando diferencias, hemos vivido fenómenos similares, no podemos por menos que interrogarnos sobre si la ética de algunas actuaciones entra dentro de una adecuada deontología. Y, sobre todo, si los modos y formas así concebidos y desarrollados no deberían obligar a un firme rechazo por parte del resto de colegas y de la ciudadanía en general. Yo creo que sí.

Las palabras tienen una fuerza y un vigor extraordinarios, solo hace falta usarlas en el lugar adecuado, en el momento preciso. Narran lo que queremos que narren. Son capaces de embellecer lo superfluo, de convencernos emocionalmente del valor de algo. Será -como dice un importante ex miembro de la antigua Convergencia e Unión catalana en referencia a las ideas nacionalistas- porque en esto de las emociones, funcionan las razones del corazón antes que las de la cabeza.

Ahora bien, nunca como ahora para reconocer que las palabras también pueden ser llevadas por el viento y gozan de escasa fiabilidad entre la opinión pública. ¿De que otra forma podría interpretarse, si no, las elucubraciones y quinielas de los tertulianos sobre los posibles pactos de los nacionalistas con el PSC en Cataluña, cuando los primeros tienen firmado un documento en el que afirman que nunca pactarán con los segundos para formar gobierno?. Pues eso.

Tal como están las cosas, no debiera extrañarnos que la política haga acto de presencia en cualquier asunto que nos afecte, pues lo hemos permitido. Pero si, que la polarización y la censura se hayan enseñoreado de cualquier hipotético debate. Aunque nos neguemos a reconocerlo, lo cierto y verdad es que nos hemos transmutado en perfectos guardianes de lo qué dicen y hacen nuestros convecinos, fieles a nuestro propio cliché, con la ortodoxia de los buenos inquisidores, algo altamente ejercitado a lo largo de la historia. A pesar de que todos vamos de comprensivos e indulgentes, es tanta la fragilidad de nuestras convicciones que necesitamos sustentarlas, para defenderlas, en la opinión dominante y ay de aquel (o aquella) que se atreva a defender otro criterio, porque será verbalmente lapidado delante de todos. Como argumentos se utilizarán los insultos más feroces, convencidos de que estamos en la única certeza inviolable y los otros son todos traidores, pícaros o ignorantes. Mejor dentro del grupo, aunque esté equivocado, que solitarios contra corriente. Dentro de una tribu. La que sea. Porque en la soledad hace mucho frío. Con esto ocurre como con la pandemia: que en el principio y en los momentos más álgidos de la misma, desconcertados, los dirigentes optaron por recluir a la población en sus casas, como forma segura de evitar los contagios. Pues algo parecido sucede con los linchamientos verbales, que “muerto el perro se acabó la rabia”. Metafóricamente, claro.

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