Desde mi ventana
Carmen Heras
Coincido con quienes creen que el mundo es suyo, solo porque no se preocupan más que de ellos mismos. Todas esas doctrinas de “empoderamiento” afirmantes de que lo importante eres tú, tú y nadie más que tú y tus circunstancias, han hecho mella en la moral colectiva de hoy, aunque se den de bruces con lo preestablecido de otras épocas en las que, aun existiendo, hubiera resultado poco edificante la propaganda de un egoísmo a ultranza como el que ahora “disfrutamos”.
La generación de nuestros padres vivió una guerra; incluso, varias. Los azares de las contiendas dejaron un poso quieto en las personas, donde el silencio y la discreción sobresalieron, y también, una forma de entender la vida en clave humanística, con condolencia del prójimo y sus achaques.
No siempre fue así, claro está. Bajo esta consigna nunca escrita, hubo bastantes claroscuros, territorios donde la concordia entre vecinos no fue un hecho, pero, por lo general, las heridas se recogieron en el interior de las familias y el afán de construir algo nuevo y sano, fuera de sesgos y odios, constituyó el objetivo fundamental de muchas actitudes. Nuestros padres criaron a sus hijos con honestidad y cuando les llegó el momento de desaparecer lo hicieron serenos, la misión cumplida, por haber contribuido a formar un mundo más justo e igualitario que el que les tocó.
Por lo que sea (varios son los motivos) se produjo un momento en el que el cordón umbilical entre esa generación de perdedores, pero nunca exaltados, con las siguientes, se rompió. No hagan caso, amigos, a quien os diga que los de ahora respetamos fuertemente a nuestros antepasados, solo porque los recordamos en una serie de actos y escritos donde fingimos reconocer cuánto sufrieron en la etapa innoble que les tocó vivir, cuánto se esforzaron en tiempos difíciles. Porque el mayor respeto consiste en cumplir con las expectativas éticas en las que ellos creyeron para no repetir errores antiguos y en comportarnos según su enseñanza. Y eso no lo estamos haciendo. En los guirigáis al uso de los que trabajan en la arena política o incluso en gente que se dice ajena a ella, no hay nada de las viejas enseñanzas de nuestros mayores, y sí mucha incompetencia. Por no hablar de la ayuda de algunos medios cuando se refocilan una y otra vez en lo peor de las conductas, bajo el supuesto pretexto de la “información”.
El otro día una amiga me preguntó si creía que había más malos que buenos en el mundo y le contesté que sí, si incorporamos al grupo a los incompetentes. A esos que lo miran a través de la propia ventana de sus capacidades, de su potencial y lo juzgan todo con su propia “sabiduría”. Tengo para mí que, por lo general y aun dándolo por cierto, el instinto malvado implícito en ciertas personas tiene más que ver con sus carencias y complejos que con una verdadera reivindicación del mal como bandera. Cuadra mejor con la incompetencia particular y colectiva existente hoy, que con unos deseos calculados de hacer daño al prójimo. Aunque las consecuencias sean similares. Toda regla tiene excepciones, claro, pero hay demasiada gente común a la que le parece menos grave seguir las consignas de una corriente de opinión en las redes, que crear su propio pensamiento en cualquier asunto. Sea importante o baladí.
Porque lo malo del incompetente es que nunca se ve a sí mismo como tal, y por ello nunca reconocerá sus errores o hará por evitarlos. Y si no, díganme un solo ejemplo de alguien de la gama reconociendo su cortedad en voz alta, tanto como para volver al momento exacto en el que “la pifió” y tratar de enmendarse.