Desde mi ventana
Carmen Heras

Es tan consustancial a la naturaleza humana la picaresca, que si preguntáramos por ahí a algunos sujetos lo qué prefieren, si ser honestos o ser pícaros, seguro que muchos comentarios espontáneos aseverarían lo de “¡Hombre! Un poco de lo segundo para no ser tratados como inocentones y bobos de solemnidad”.

La literatura ha dado buena cuenta de ello. La de antes y la de ahora. Ya lo explicó el protagonista de “El Lazarillo de Tormes” en las páginas de la novela, adiestrado desde el principio por el ciego al que conduce a través de los caminos de España y de la vida. No tiene desperdicio el famoso pasaje que acaece a las afueras de Salamanca, a la entrada del puente que cruza el conocido rio. Allí, por recomendación de su amo, Lázaro acerca la cabeza al estático toro de piedra existente; le ha dicho que si se arrima, escuchará el ruido. Y cuando el muchacho inexperto lo hace, el ciego propinándole un buen golpe lo aplasta con dureza contra la piedra. Y luego se ríe. Esto te ha ocurrido por pánfilo (viene a decirle), has de aprender a no fiarte, ni siquiera de mí (le dice), ni siquiera de mí. Y piensa el lazarillo que tiene razón el avieso, que la culpa la tuvo él, por ser un incauto. Y desde entonces se cuidará de no serlo.

Pícaros hay muchos y en todos los campos y de diferentes maneras. La hipocresía, de hoy y de siempre, los encubre y hasta los justifica. Mientras la moral reinante los recrimina en cualquier foro, al tiempo les da estatus y poder. Porque tan pícaro es quien rehuye sus obligaciones como el que miente y adula para conservar un puesto, una prebenda o una distinción. Algún día se debería explicar con detalle el motivo por el que se examinan con lupa unos oficios y se dejan en la sombra los trajines en otros, llenos de vicios ocultos, y de remoleos sin fin cuando no tienen a nadie por encima que los supervise. O aún teniéndolo, prefiere mirar para otro lado.

Y luego están los pícaros de envergadura. Los que defienden intereses según ellos legítimos y hasta de estado, en su propia concepción de las cosas. Arrullados, como los niños en la cunita. Y pícaros son los que los aplauden. Y hasta los que justifican sus enredos y engaños, por codicia o condición propia. No hace falta decir ni un solo nombre, pues son conocidos y en todos los ámbitos. Tanto más, cuanto más cercana es la esfera a nosotros en la que se desenvuelven.

Son parte del escenario de la vida, te dirán los expertos. Y del sentimiento agridulce de la propia maduración, añado. Esa que se forja en porciones, mitad de desprecio, mitad de desvalimiento. Por la ambivalencia en los juicios de tantos (tan rígidos en ocasiones y tan permisivos en otras) y en su disparidad. Siempre escuché decir a mi padre que era preciso hacer las cosas bien porque “lo bien hecho, bien parece”, pero por idéntico motivo creo firmemente que “lo mal hecho, mal queda” y corroe como la carcoma las maderas estructurales de la sociedad y sus instituciones. Y eso a todos nos incumbe. A los que tienen conciencia y a los que no.

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