Desde mi ventana
Carmen Heras

Cada verdad tiene su público: el entregado, el generoso, el durmiente, y hasta el absurdo.

No es cierto que dé lo mismo la manera de presentar las cosas, que dé lo mismo hacerlo bien o hacerlo mal, decir la verdad o no decirla. Pareciera mejor lo primero, porque nos gustan los resultados productivos, aunque sólo sea por la propia satisfacción y la correcta autoestima.

Mi madre tenía una amiga aquejada (sin saberlo) de inicios de esquizofrenia. Un día y sin venir a cuento la comenzó a acusar de reírse de ella, a sus espaldas, y de criticarla con otra conocida.Todo era falso, la situación simplemente estaba en su cabeza, pero tanto insistió que la amistad se vino abajo. Con puro dolor.

Muchos, muchos años después de no haberse visto, caminaba mi madre, por una calle de la ciudad cuando vio acercarse apesadumbrado al marido de la enferma: “Te pido que nos perdones (le dijo), creí las mentiras que inventaba mi mujer. Y así perdimos todas las amistades. Al final tuve que ingresarla en una clínica”.

Mi madre lo entendió. Aunque ya nada pudo hacerse por la vieja amistad mutua puesto que los hilos de la confianza estaban rotos. Y que ya nunca volvieron a anudarse.

Cuando yo era muy joven, tenía la costumbre de contestar con la frase “eso es mentira” cualquier aseveración que no me pareciera verdadera. Lo estricto de los códigos morales con los que construyeron mi carácter (por un lado) y (por otro) lo conciso del habla en cualquier rincón de Castilla, daban lugar a esta salida brusca con la que mi temperamento advertía: “¡Eso es mentira!” declaraba yo, ante cualquier cuestión que se me hacía falsa o impostada.

Me di cuenta más tarde de que, sin desearlo, y aún estando en lo correcto, ofendía sin duda, a mis interlocutores y aprendí a contenerme. Sobre todo en lugares cuya idiosincrasia lleva a un trato entre sus gentes lleno de una cortesía rebuscada. Una vez, alguien cercano se atrevió a decírmelo: “Oye, déjalo ya, cada vez que dices la frasecita, nos estás llamando mentirosos y eso molesta”. Y es que a ciertos convencionalismos sociales les agreden las opiniones cortantes o simplemente firmes, y prefieren esa especie de vaivén desvaído del no pero sí, primando en su convivencia. Las verdades a medias. Como cuando aquel muchacho después de alabar la belleza de los ojos de una compañera, dijo por lo bajini: “¡aunque vaya zapatos feos que llevas!”

Por eso una guerra civil resulta tan terrible. Porque rompe el estatus quo. Exacerbados los recelos y los odios entre vecinos, cada cual en su trinchera, rota la convivencia. La ruda verdad del instinto y los cainismos haciendo de las suyas, golpeando por doquier. Esa vieja furia mortal de los humanos que de vez en cuando aparece. Mucho me he preguntado cómo logra la generación que tiene la desgracia de sufrirla, recomponer su ánimo colectivo para volver a confiar en su propias certezas y en la de los otros.

Toda verdad tiene sus sombras y conocerlas no la desmerece para nada, pues son los nuevos datos, los que al incorporarse al conocimiento común, producen un impacto tan fuerte y certero que nos obliga a reconstruirnos. Carmen Heras

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