El iceberg – Microrrelatos
Víctor M. Jiménez

¿Quién me iba a decir a mí que un gesto, en principio tan inocente, como invitar a tomar algo a mi vecina de enfrente iba a derivar en esta historia de la que se ha enterado todo el barrio?

Su marido se encontraba de viaje y yo solo quise ser cortés aquella calurosa tarde cuando, al coincidir en el rellano, me comentó que se le había estropeado el aire acondicionado.

Sucedió lo irremediable: la agradable temperatura de mi apartamento y las cervezas fresquitas, unidas a la atracción inconfesa que nos teníamos, provocaron que termináramos desnudos en mi cama en menos de media hora. Tanto disfrutamos de la experiencia que decidimos repetirla hasta el amanecer.

Pero su perrito, un pequinés con malas pulgas, decidió delatarnos y se pasó la noche ladrando en su balcón en dirección al mío, dando cuenta a los vecinos de lo que estaba sucediendo. En nuestra pasión, no fuimos conscientes de aquello. Pero a la mañana siguiente, cuando bajé al comercio a comprar unas cuantas cosas, percibí cómo la gente susurraba sobre mí. Al principio me hice el tonto, pero después de la mirada inquisidora de la cajera me tuve que dar por aludido y huir de allí sonrojado y cabizbajo.

A mi vecina no se le ocurrió repetir aventura, ni a mí proponérselo. Bastante cerca habíamos estado de que la noticia, que se había extendido por el barrio, llegara a oídos de su marido.

La otra mañana me crucé con ella en la calle. Iba paseando a su perrito. Solo pronunciamos un saludo cordial, pero me quedé con unas ganas terribles de patear al animal, que me miró con un gesto parecido a una sonrisa.

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