Desde mi ventana
Carmen Heras

De los tres asuntos que más parecen intranquilizar a la población cacereña (covid, diferencias entre provincias, mina de litio) el del COVID, y sus consecuencias en la salud y en la economía de las personas, es el más lacerante.

Sobre él se han dicho muchas cosas, no por repetidas menos ciertas: el daño del virus ha sido grave, muy transcendentes las derivadas de las medidas tomadas para erradicarlo, tanto más cuando se sabe que el gobierno, cualquier gobierno, no podrá hacer frente de manera continua a la crisis económica sobrevenida, aunque esperemos que sí a la sanitaria. Cada individuo, cada empresa, cada autónomo, deberán encarar, más pronto que tarde, las consecuencias de las restricciones. No encuentro sobre toda esta problemática opiniones unánimes, unos creen que debe producirse un confinamiento total dictado por la administración de turno, y que las fuerzas armadas estarán obligadas a garantizar con multas y apercibimientos, mientras que otros opinan que debe ser la solidaridad y prudencia individual la que debe estar pendiente del momento y no hacer nada que aumente el peligro, ya de por sí, bastante impactante. Entre medias, se producen las protestas de quienes se ven dañados con las normas dictadas por los gobiernos, perjudicados en sus propios intereses económicos y empresariales, frente a otros a los que se les permite seguir trabajando. Ya hemos visto alguna que otra concentración pública. Creíamos que la vacuna ayudaría a sortear las dificultades, a disminuir el grado de agobio de unos y de otros, pero su imposición va despacio para gusto de todos nosotros, hipotéticos vacunables y sigue criterios distintos en unas comunidades y en otras. Las que más prisa se han dado solicitan no demorar la segunda fase, las más lentas intentan explicar la tardanza con argumentos no siempre claros.

Esta sociedad nuestra se equivoca cuando delega tanto en la clase política, debiera sin duda chequearla mejor. No lo hace y en cambio la convierte en absolutamente responsable tanto de lo bueno como de lo malo. De lo bueno, porque se ha instaurado la creencia, vivamente avivada por los medios y otras instancias, de que muchas soluciones a la vida personal de cada individuo dependen tan solo de su inmejorable relación con la institución correspondiente y por tanto hay que cumplir a rajatabla el refrán “dáme sopa y llámame tonto”. De lo malo, porque así se dispone de una víctima propiciatoria, un “niño de los azotes”, un “monstruo” a quienes achacar las culpas de todo cuanto nos pasa, aunque muchas veces también nosotros tengamos nuestra responsabilidad por ineptos, desidiosos o aprovechados.

Ya lo he dicho en otras ocasiones: cualquier etapa difícil debiera servir para reflexionar y tomar nuevas actitudes. Incluso para lograr cambios estructurales. Así ha ocurrido a lo largo de la historia. En el caso que nos ocupa, la pandemia debiera enseñarnos mucho sobre nuestra relación con los estamentos públicos, desmitificando un tanto su consabido poder e influencia, incluso rebajando el valor de esta última. Un individuo (hombre o mujer) no se vuelve inteligente, sabio, bueno y conocedor de todo, solamente por ostentar un cargo. La sociedad civil debiera buscar otras vías. Y ser más autónoma y racional.

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