Desde mi ventana
Carmen Heras

Para explicarle a mis alumnos lo que significa un algoritmo, les hablo de las lavadoras. El conjunto de órdenes que deben ejecutarse en un orden determinado, siempre el mismo, es el que las hace funcionar. Y lo mismo ocurre con un ordenador. Ambos, lavadora y ordenador, son útiles usados ampliamente por gentes de todo tipo y condición. De ellas solo un porcentaje conocen realmente los entresijos del sistema en cualquiera de los casos, sus fundamentos, pero eso no les impide utilizar los aparatos con destreza y seguridad.

Cuento todo esto como un ejemplo claro de la verdad que entraña la famosa frase “la ilusión del conocimiento” de Steven Sloman y Philip Fernbach. Creemos que sabemos más de lo que sabemos, aunque individualmente (salvo excepciones) no sabemos tanto. Y todo porque aceptamos convencidos la máxima de que utilizar el conocimiento de los demás como si fuera propio es algo perfectamente legítimo. Así se ha hecho desde tiempos inmemoriales. La historia de la evolución lo demuestra, siendo todo un éxito, pues obrando así le ha ido muy bien al individuo más evolucionado al disponer en su propia esfera de todos los saberes anteriores que aprendieron otros. Es el nuestro, pues, un conocimiento de grupo, un saber colectivo mucho mas que un saber individual. Piénselo, tiene lógica. Cuando los avances científicos y sociales eran más exiguos, algunos sabios pudieron ostentar el conocimiento en mayúsculas, pero no ahora que la cantidad del mismo se ha disparado exponencialmente. Si resumimos, se puede decir que todos tenemos “la ilusión de conocimiento” más que un conocimiento en sí mismo, obligados por la propia realidad de las cosas y las necesidades de su realización. Lo cual puede ser bueno y malo. Lo segundo, por nuestra propia insolencia en el juicio que emitimos, a veces, sobre asuntos cuyo meollo desconocemos; lo primero, porque usando el conocimiento del grupo garantizamos una eficacia mucho mayor que la que produciría el conocimiento individual, forzosamente más limitado.

Vistas así las cosas no parece tan descabellada nuestra inclinación a dejarnos llevar por la opinión del grupo más veces que por la propia. Porque es en el grupo en el que muchos saberes están depositados y el que garantiza la existencia de una civilización. Para aseverarlo, de algún modo, ahí está la famosa anécdota que se narra de la antropóloga Margaret Mead. Ella sostiene que la primera señal de la civilización en una cultura antigua es un fémur (hueso de muslo) roto y cicatrizado. Nada que ver con los vestigios de anzuelos, ollas de arcilla o piedras de alfiler (por citar solo algunos de los hipotéticos ejemplos posibles) como podría suponerse.

Mead lo justifica porque en el reino animal, y mucho más en la época antigua, romperse una pierna significaba no poder huir de un peligro, no acercarse a beber al río, no cazar la comida. Equivalía, muy posiblemente, a convertirse en mera carne fresca para cualquier depredador. Significaba no sobrevivir el tiempo suficiente para que el hueso sanase. El hallazgo de un hueso roto que cicatrizó, evidencia que alguien curó la herida, llevando a la persona a un sitio seguro y atendiéndola en sus necesidades hasta recuperarse. “Ayudar a alguien durante la dificultad es donde comienza la civilización”, reitera Mead. Compartiendo, de una forma u otra, el conocimiento. Claro.

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