Desde mi ventana
Carmen Heras

Observo curiosa las escenas: dos o tres asientos por delante del que yo ocupo, una mujer, dueña de un pelo negro y tupido, se hace -utilizando las manos como peine improvisado- un alto moño en la cabeza, mientras que el pasajero de delante se estira por encima del asiento, y corpulento como es, se deja sobresalir, brazos inclusive, sobre el respaldo del mismo, para (sin complejos) desperezarse varias veces, en esta madrugada distinta, viajeros todos en el vientre inmenso de la ballena-avión que nos acoge. Mi vecino de la derecha, sin embargo, duerme tapadito con la manta roja que nos han dado, la cabeza sobre la almohada blanca y mullida, después de intentar, sin éxito, cargar su teléfono donde la clavija no encaja exactamente y desesperarse una y otra vez para, al fin, irse a otro lugar donde los dioses le sean más propicios con la tecnología. En la fila de la izquierda, una mujer se levanta una y otra vez, y va y viene por el pasillo, para visitar a una matrona de tamaño enorme, de la que seguro se encarga.

Vamos juntos los viajeros, aunque mentalmente separados, en este avión que cruza el Atlántico de madrugada, cada cual en sus oficios y preocupaciones, cada uno en un mundo concéntrico con el de los otros, pero indiferente y no puedo por menos de interrogarme sobre esta especie de avifauna a la que pertenezco, papeles por allí y por acá con todo lo de la pandemia, certificados, PCR negativos, y esa multitud de artilugios para defender que estamos buenos, que en el fondo, y por muy poco, lo somos.

Un aeropuerto es una gran exposición de personajes, próximos y extraños en su normalidad, ajenos a otras vicisitudes cotidianas que no sean el no equivocarse de vuelos ni de escaleras mecánicas, a solas con un café, o en compañía bulliciosa de otros, apresurados o somnolientos, según sea el caso. Y luego a las llegadas, abiertos al bullicio de la gran ciudad en uno u otro extremo del mundo, sin distinción. Con las maletas, los taxis, la algarabía, el estrépito…

Ha cambiado tanto el cuento clásico, que ahora los argumentos de aquellos están en los grandes e imperfectos grupos humanos de cualquier parte y los protagonistas ya no son el bosque, los cazadores o la bruja de la casita de chocolate. Ni siquiera el patito feo, los tres cerditos o Pinocho. A la Cenicienta la han convertido en una chica descarada con fisionomía de mujer latina, que se enfrenta al rey y no quiere casarse con el Principe hasta que éste deje de serlo, y ni tan siquiera Caperucita es ahora la que era, por mucho que siga llevando su capa con caperuza. A ton de los tiempos se han volteado las características de los personajes y sus esencias y ni el bueno y el malo ideados por sus autores son los mismos, por mor de la corrección política. Pérdidas las referencias o súper valoradas. Quien sabe.

Nadie puede adivinar hacia donde nos dirigimos. Porque los laberintos están en todas partes. Incluso en las muy especiales urbes de los aeropuertos. Tienen minitauros grises y disfrazados, irreconocibles en su normalidad siniestra y anodina. Y para cuando nuestros niños los encuentren quizá ya no haya nada que hacer, salvo el seguirles. Los flautistas de Hamelin son ahora otros, porque los antiguos se han quedado muy viejos y ya solo convencen a los que desean ser convencidos, por inercia. O por esa indigencia mental o física, tan frecuente…

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