Desde mi ventana
Carmen Heras

Siempre me he preguntado, al ver los trajes militares que para determinadas ceremonias se visten los monarcas, cómo será el sitio donde los guardan, cómo los clasifican y cuál es el protocolo de elección de unos u otros acorde con el evento en el que participen.

Todos los trajes tienen connotaciones de una cierta tiesura con algo de afectación, pero el militar crea un aura de carácter como ningún otro. Sus reminiscencias son variadas y las características que comúnmente lo rodean podrían servir para hablar sobre ellas largo y tendido. Como los talares eclesiásticos, visten a la persona y cambian su aspecto dándole una imagen, por lo general más marcial y mayestática, supongo. Que se lo digan, si no, a las iglesias oficiales clásicas cuyos ritos y vestimentas han ocupado una parte importante de su representación, y con ello de “su hacer”, ante el pueblo con proyección y espectacularidad.

Los colores y las túnicas ejercen un influjo extraordinario sobre los mortales. Aunque existan sus detractores, el uniforme militar (en todas sus variantes) refuerza sin lugar a dudas la autoridad (autoritas) de quien lo viste, y manda un mensaje potente al mundo que tiene delante. Cuanto más sobrecargada de adornos y medallas está la ropa, más “jefe” es la persona (hombre o mujer) que lo habita. Cuando se trata del cargo más alto de cuantos existen en la jerarquía, se puede decir que el traje ayuda a hacer creer que confluyen en la misma persona todos los atributos que se supone tiene cualquier líder.

En estos tiempos nuestros, tan exigentes para algunas cuestiones, pero tan reaccionarios para otras, el hábito si parece hacer al monje, revistiéndolo de cualidades que simbolizan la plenitud y la excelencia que se supone tiene aquel que ostenta el máximo liderazgo en un país, en una iglesia, en una universidad, en una cofradía o congregación. Para darle acicates al pueblo, entontecido, escéptico o diletante (como quiera que se le considere) pero siempre puntilloso con las cosas del estómago y del corazón. Que a veces son toros, otras, publicidad, o lotería, y … vaya usted a saber.

Aunque un pueblo necesita siempre un proyecto para convencerse de su lugar en la creación. Me comentaba un viejo político ya desaparecido, que, sobre una exigua base histórica, él y sus asesores habían desarrollado las peculiaridades de una hermosa tradición, dando a su localidad, con ello, unas señas y un recorrido. La invitación a unos adecuados embajadores hizo el resto. Para cuando se quiso dar cuenta, la villa ocupaba un sitio turístico internacionalizado, y era un hecho evidente la sistemática visita de los turistas que de otro modo nunca hubieran aparecido por allí, al estar el lugar tan “escondido” de las carreteras nacionales.

Nuestro amigo reconstruyó un pasado que si no fue así se le parecía bastante. Después de invitar al embajador, devolvió él mismo la visita al lugar originario, plantó un árbol conmemorativo y propulsó la elaboración de una obra de teatro que diera fe de acontecimientos varios acaecidos hace muchos siglos. Al poco tiempo la idea había fructificado siendo sus raíces fuertes y poderosas. El poder del símbolo y de la acción. ¡Ah! Y del traje.

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