Con ánimo de discrepar
Víctor Casco

“¡El Rey está desnudo! gritó un niño”. En el cuento de Hans Christian Andersen, la carcajada de un inocente niño logra romper por fin el hechizo de una Corte incapaz de cuestionar a su vanidoso, petulante y engreído rey y dejar en pelotas al monarca.

Nosotros hemos tenido a un Rey desnudo durante cuarenta años. Un Rey del que se han realizado vergonzantes hagiografías semanales en los telediarios de todas las cadenas, en los que se ha ponderado su sentido de estado, su austeridad, su ejemplaridad, su –lo que resulta a todas luces excesivo, incluso para un entregado cortesano– inteligencia. Muy pocos se atrevían a señalarle y decir lo obvio: que el Rey estaba desnudo.

Cuando en los años 90 estalló el escándalo de las torres Kio y por primera vez, aunque de manera muy tímida y limitada, se empezó a hablar de las malas compañías de Juan Carlos I y las sospechosas comisiones procedentes de Arabia Saudí, el gobierno de Felipe González, con el apoyo del PP de José María Aznar, intervino para impedir cualquier investigación o cuestionamiento del monarca. Los cortesanos impusieron el silencio.

En vez de ejercer como contrapoder frente a los abusos, la clase política consintió y calló

La filtración de las conversaciones de la amante del Rey, Corinna (a la que aún hoy se denomina “amiga entrañable” en nuestros tabloides) ha puesto de relieve finalmente la catadura moral del personaje. Los mismos tertulianos que lo deificaban, han reconocido que el rumor sobre las comisiones que el monarca obtenía por lograr cuantiosos contratos para empresas españolas en Arabia Saudí o Marruecos o Kuwait era persistente y conocido en los cenáculos del poder y las juergas corridas (con perdón) a cargo de los fondos reservados, habituales. Un Rey emérito que tal vez tenga cuentas a través de testaferros en Suiza. Un Rey que ha empleado sus viajes oficiales para incrementar su patrimonio. Un Rey venal e irresponsable.

Sí. El Rey está desnudo y nos escandalizamos por haber estado ciegos tantos años. Pero la culpa es nuestra: la de una prensa que prefirió formar parte de la crema del poder, en vez de ejercer como contrapoder frente a los abusos; una clase política que consintió y calló; un pueblo que suspiraba ante cada aparición de la familia real (¡qué majos todos!, ¿verdad?). Pero lo trágico es que estamos repitiendo exactamente los mismos errores con el hijo. El Rey emérito está desnudo, admiten los tertulianos, ¡pero qué bien viste el Rey Felipe!

Y los que en su día firmaron vergonzantes hagiografías sobre el padre, hoy las escriben sobre el hijo.

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