Desde mi ventana
Carmen Heras

Desconozco si es cierto aquello que cuenta una leyenda urbana, oída por ahí. La que dice que para conceder algunos premios literarios primero se sale en busca del posible autor y elegido éste, luego ya se le encarga la obra. Trabajo seguro y sin riesgos, amigos.

Claro que si ello fuera así, habría que contar con un Jurado que se aviniese a dictaminar lo que los mecenas de turno hubiesen establecido a priori, en base a una lucrativa política de ventas y beneficios, y lo que es aún peor, por subliminal, significaría que, haciendo gala del igualitarismo más extremo, se tiene nula confianza en la capacidad de difusión de la buena literatura, a la que ni siquiera se le da la ocasión de mostrarse en las virtudes de una posible obra llena de interés, apostando por mantener incólume la zona de confort. Apostando por un nombre conocido, asegurador de publicidad y de venta multitudinaria entre la plebe que, al fin y al cabo, ya se sabe que es tonta y posturea . Pura maniobra de marketing.

No diré yo que la hipótesis de los anteriores párrafos sea cierta, pero si lo fuera resultaría evidente que la contaminación que tenemos no es solo atmosférica y habría afectado a las estructuras sociales más notables de la sociedad. Y, por tanto y si no se nos hace cuesta arriba el pensarlo, pues resulta que los trampantojos pueden estar arruinando los códigos de nuestra existencia.

No es nada nuevo. Hace tiempo me contaron cómo el responsable de turno de un lugar perdido bajo el sol y, en aquella época deseoso de un prestigio como referente cultural, daba las indicaciones precisas a sus subordinados para que los resultados de la selección fuesen los debidos y emergieran los elegidos a priori. ¿Se estaba contraviniendo la igualdad de oportunidades con ello, en aras a un interés general de proyección pública? ¿O se hacía para construir un camino apenas entrevisto y por el que nadie transitaba? Pues no lo sé, supongo que todo depende del cristal con el que se mire, de los varios factores y circunstancias. Desde luego nunca se podrá demostrar.

El pintor Joaquín Sorolla tiene un cuadro pintado en 1894, exquisito como todos los suyos, en donde capta las dificultades para traer a la tierra seca los frutos del mar. En el mismo, la escena muestra a dos pescadores atendiendo a un tercero que ha tenido un accidente y la escena, mitad lucha, mitad tragedia, tiene tintes ocres pues lo conseguido llega envuelto en dolor y desgracia personal. El título de la pintura expuesta en el Museo del Prado es “Aún dicen que el pescado es caro”.

Sí, desde luego. Todo cuanto vale lo es. Y no sirven los sucedáneos que estamos eligiendo. Y nos hace falta pensar más y dejar de creer que es posible admitir al pulpo como animal de compañía. Hace poco, la poeta Anne Carson, Premio Principe de Asturias 2020, declaraba que “cuando el pensamiento está quieto, bien podría pensarse que la persona está muerta. Y añadió: “porque la vida sucede cuando el pensamiento se mueve”. Ahí es ná. Pues eso.

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