c.q.d.
Felipe Fernández

Las conversaciones entre adultos, a veces tan peculiares, a veces tan propias, también tienen sus épocas. Así, cuando la edad va tomando una importancia central en el grueso de los argumentos, los “padecimientos” físicos ganan terreno y sirven tanto para constatar las semejanzas entre nosotros –a igual edad mismas “clacas”— como para consolarnos por no ser los únicos. Este consuelo es especialmente importante cuando se habla de dormir bien por las noches porque, poco a poco, constatamos que el sueño se hace más ligero y que despertarse en medio de la noche sin saber por qué deja de ser una excepción y se convierte en una rutina. Tal es así que, por supuesto, nos afanamos en recordar como algo heroico los lugares en los que hemos dormido de cualquier manera cuando éramos jóvenes —tiendas de campaña con suelos irregulares, pabellones polideportivos con suelos durísimos e incluso la puerta del antiguo “Coliseum” arropados con guitarras para protegernos del frío— para concluir que esas prácticas ya no serían posibles. Puestos a buscar excusas para justificar lo irremediable, se ofrecen toda suerte de argumentos,

Por supuesto, nos afanamos en recordar como algo heroico los lugares en los que hemos dormido

algunos razonables, los más disparatados; desde las malas digestiones nocturnas —excusa esta generalmente extendida— hasta ese problema insoluble al que das vueltas sin parar, el abanico para elegir es prolijo, diverso y rico en matices. Como nada pasa por casualidad, o eso parece, que la cabeza esté a pleno rendimiento mientras intentas buscar la causa por la que el sueño no vuelve, tiene que ser algo más que un juego del destino. A lo mejor, se trata de un plan bien diseñado para que las conexiones funcionen un mínimo exigible, de manera que se mantengan activas y jóvenes en espera de tiempos futuros; quizá, sea la prueba palpable de que nunca conseguiremos huir de nosotros mismos por mucho que lo intentemos. Tal es así que, si no fuera porque al día siguiente todo parece relativo y soluble, las noches se volverían insufribles —me temo que algunas ya lo son— y el tiempo, que siempre dura lo contrario de lo que queremos, se alargaría persistente, tozudo, demostrando su poderío frente a nuestras dudas. Así que, si una mañana cualquiera de un día cualquiera observa que su interlocutor tiene ojeras y que le cuesta seguir la conversación, aunque sea banal y ligera, no sea demasiado severo y comprenda que eso mismo puede pasar -y pasará- en sentido inverso. Y, por cierto, no le pregunte el motivo; con un poco de suerte habrá olvidado todo.

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