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Canover /
CONRADO GÓMEZ

Incluso en el caos más absoluto podía apreciarse cómo el orden trataba de abrirse paso. Dispuso su nueva adquisición frente a él cómo quien estrena una pantalla de 45 pulgadas. Se sentó y permaneció en silencio. Había hecho de esa costumbre suya de pensar las cosas antes de verbalizarlas un ritual. Había deambulado por toda la ciudad en busca de algún tesoro desechado por alguien sin escrúpulos. No entendía con qué facilidad la gente se desprendía de los consumibles del diario. El continente tenía tanto valor como el contenido. Lo había aprendido con el paso de los años. No recuerda exactamente cómo se hizo coleccionista. Siempre había sido comprador compulsivo. Era superior a sus fuerzas. El frenesí del placer inmediato le perdía. Ver un disco de vinilo y tirar de tarjeta. Empezó así. Comprando discos y más discos. Al principio con sus grupos favoritos, después extrañas ediciones minoritarias y más tarde géneros musicales enteros. Llenó estanterías, habitaciones e incluso guardamuebles. Nada importaba si iTunes o Spotify estaban cambiando los hábitos de consumo. No era comparable al vinilo. A su olor, al tacto, y al desembolso de dinero. Lo digital estaba deshumanizando a la industria, y encima su compra no lucía, no ocupaba espacio. Después de la música siguió coleccionando maquetas y cajas de zapato vacías. Hasta que un buen día el sol de poniente le reveló una irisación apenas inapreciable del color de una botella de 2 litros de Coca-Cola. Y ese día empezó su pasión por el plástico. Primero solo fueron envases de bebidas azucaradas y después amplió el objeto de su deseo: valía cualquier cosa —usada o no— que estuviera fabricada con plástico. Amaba ese maldito derivado del petróleo. Su vida entera giraba en torno a las cazas nocturnas. Jaime, su vecino del quinto, estaba enganchado a la Fanta de naranja. Él y su familia sacaban a la basura más de cinco botellas diarias, que por supuesto recogía en cuanto dejaba de sentir las voces de los niños en el salón.

No recuerda exactamente cómo se hizo coleccionista. Siempre había sido comprador compulsivo

Tenía la excusa perfecta si algún día le sorprendían hurgando entre su basura: “sí, vecino, estaba mirando si por casualidad encontraba un macetero para plantar unos tomates orgánicos”. Al menos saldría del paso y se cuidaría más para la próxima incursión. Cinco botellas al día no era una cantidad nada desdeñable, pero necesitaba más. Salió entones a hacer redadas nocturnas por el barrio. Arramplaba con cientos de botellas y envases vacíos. Empezaba a tener problemas de espacio en la despensa. Pensó que el plástico dejaba pasar la luz y tomó la decisión de compartir su dormitorio y salón con él. Llegaba a casa y se abría paso arrastrando las piernas entre los montones de joyas que empezaba a atesorar. Era discreto y prudente. No le comentaba a nadie la suerte de haber encontrado sentido a su vida. Era esplendorosamente feliz.

El sonido del telefonillo le sobresaltó. Se recompuso como pudo y se acercó hasta la cocina a ver qué repentina visita le acechaba.

-Señor Miralvalle? , —sonó una voz al otro lado de metódico funcionario— venimos de servicios sociales para chequear el estado de su vivienda. Hemos recibido una denuncia de uno de sus vecinos que le acusa de costumbres insalubres.

-¡Mierda! Estaba en peligro —pensó—. Tenía que poner en marcha su plan de emergencia. Abrió el armario y se enfundó el mono verde que le sustrajo a uno de los operarios de limpieza de la empresa municipal. Se haría pasar por un voluntario de ECOEMBES.

Continuará…

 

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