Desde mi ventana
Carmen Heras

El otro día vi una película extraña. De confección sueca, contaba el hecho traumático que vive una familia cuando, estando de vacaciones en la nieve, un alud se precipita sobre ellos y el padre, presa del pánico, se va corriendo dejando abandonados a su suerte a la mujer y los dos hijos.

Cuando todo pasa, afortunadamente sin desgracias personales, el hombre se tranquiliza y cae en la cuenta de la gravedad de lo qué ha hecho; pero el clima familiar se deteriora pues sufre un complejo de culpa que no le permite seguir con sus rutinas de antes. Su mujer y el psicólogo intentan ayudarle, quitando importancia a lo acaecido, sin lograrlo.

Para enfrentar el problema vuelven a ir a la nieve. Y es allí, ante una nueva situación de peligro (el autobús en el que viajan lo conduce un chofer sin demasiada pericia, por unas carreteras próximas a un precipicio) cuando la mujer, muy nerviosa, le grita al conductor que pare el coche para bajarse. Y lo hace, ella sóla, sin acordarse de su marido y de sus hijos. Con lo que la historia se repite.

Me vino a la mente el argumento de este film hace poco, mientras se celebraban unas Jornadas cuyo objetivo era enaltecer y homenajear a personas que fueron ejecutadas en la época de la guerra civil última, en tiempos aciagos para España y los españoles. Y cuyos cuerpos fueron arrojados en cualquier sitio. Y han sido encontrados y rescatados.

El diablo cojuelo, ese que levanta los tejados de las casas para ver lo qué ocurre dentro de ellas, estaría totalmente de acuerdo en que las familias tienen todo el derecho del mundo a recuperar lo poco que queda de los restos de sus antepasados. Como lo estaría en que se hace obligado conocer la historia cierta de los hechos, diferenciando nítidamente las víctimas de los verdugos en los homenajes a aquellas, sin duda muy bien merecidos.

Pero el diablillo, cuando observa las fotos de algunos asistentes a estos actos, oye sus discursos históricos-políticos mientras se le humedecen los ojos con las emociones de los allegados a los muertos, no puede por menos que preguntarse como habrían reaccionado esas mismas personas, que hoy tanto reivindican la memoria histórica mientras abrazan a los familiares, si hubieran estado junto a los “castigados” en el momento y el día en que sucedieron los hechos luctuosos. ¿Los habrían protegido? ¿Habrían dado la cara por ellos?¿Declarado en su favor? ¿Ayudado a sus familias?. ¿O se habrían ocultado para que nadie los relacionara con ellos?¿Para no perjudicar a la organización? Y entonces, amigos, al diablo cojuelo le inunda una especie de tristeza. Porque intuye todas las respuestas. Si fueran sinceras.

(La obra “El diablo cojuelo” la escribió Luís Vélez de Guevara en 1641, y cuenta como un demonio es liberado por un estudiante de la redoma donde estaba preso y para agradecérselo lo lleva por los aires, enseñándole cuanto ocurre dentro de las casas, las virtudes y debilidades humanas).

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