Desde mi ventana
Carmen Heras

En mi entender, cualquier lectura tiene aspectos válidos, aunque debamos aprender a discriminar, sabiendo lo qué leemos. Cuando Corín Tellado comenzó a escribir para mantener a sus hijos, al no disponer de otros ingresos tras separarse, fue tremendamente denostada por los ambientes cultos de la época, pero hoy existen infinidad de escritores/as que siguen sus mismas pautas y son ampliamente seguidos, aunque no tanto como ella, declarada en 1962 por la Unesco la escritora española más leída después de Cervantes.

El 23 de abril de cada año se conoce como el Día del Libro y la mayoría de las localidades lo celebran con Ferias y actividades varias, lo cual está muy bien. Hay infinidad de títulos nuevos y repasar los escaparates e interiores de librerías sigue siendo un verdadero gozo intelectual y hasta físico. Afortunadamente surgen pequeñas editoriales por doquier, y las mayores se esmeran cada vez más. Afortunadamente, los agoreros que pronosticaron hace unos años la desaparición del libro clásico en favor del libro electrónico se equivocaron. El libro de papel sigue teniendo un sin fin de lectores y aunque cualquier cifra sobre éstos siempre es mejorable, lo cierto y verdad es que siguen abriéndose librerías donde podemos encontrar grandes y chicas maravillas impresas.

Los libros son pequeñas joyas (también por el precio), incluso los más desatinados o vulgares. Siempre he defendido la lectura sin restricciones, porque hasta el mayor folletín ofrece aspectos interesantes. No hay nada como leer para conocer otros mundos y otras historias distintas a la propia, aunque sean, en cierto modo, inventadas. Y qué decir del aprendizaje de la ortografía y sus famosas reglas, que no hay necesariamente que retener cuando se lee con asiduidad. Para los que conocimos la televisión siendo ya adolescentes, la lectura fue una diversión sin límites que llenaba parte de nuestras horas de ocio y conseguía encendernos la bombilla de la imaginación.

Muchas veces nos riñeron por leer tanto y “no hacer otra cosa” (nos decían). Leíamos, por tanto, cuando no podían vernos, de noche, acostadas bajo las mantas, con poca luz, en alcobas de casas antiguas a las que llegaba una escasa claridad (siempre he creído que mi temprana miopía tuvo su origen en esas costumbres de los primeros años). “No hacer otra cosa”, nos afeaban, sobre todo a las niñas y adolescentes, en aquellos años en los que las mujeres debían de aprender a manejar una casa, unos hijos y un marido, saber de costura y de cocina y no darle tantas alas a la imaginación desbordante. Ahora son otros tiempos y han cambiado mucho los intereses y las expectativas. Las niñas ya no aprenden a hacer mantelerías o tapetes de ganchillo, más bien juegan al fútbol o hacen danza. Aunque leer, espero que sigan leyendo. Y sin restricciones.

De un tiempo a esta parte todo el mundo escribe un libro. La famosa timidez del neófito se ha roto, y creo que la pandemia, con su enclaustramiento, ha tenido mucho que ver con este continuo baile de particulares lanzados a escribir para expresar sus emociones, dándoles un escape que compartir con otros. Generalmente los costes los paga el propio escritor, y luego si venden consigue retornarlos. Las Ferias en lugares pequeños están repletas de este tipo de títulos, de personas conocidas en la localidad, que aprovechan los días oficialmente programados para exponerlos.

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