Desde mi ventana
Carmen Heras
Conozco por la prensa que en homenaje a la productora HBO que ha grabado aquí escenas de “The House of the dragon”, la precuela de la famosa “Juego de Tronos”, el Ayuntamiento de la ciudad ha colocado, entre las banderas históricas y representativas de Cáceres, las de uno de los reinos ficticios de la citada serie.
La medida, más allá de la importancia que tenga o deje de tener (tampoco hay por qué ponerse intensos a cada instante), y de la mayor o menor empatía con la productora, a quien se “agradece” que utilice unos lugares del casco antiguo como escenario, refleja bien a las claras la simbiosis que, en sus conductas, los humanos hacen entre el mundo ficticio y el real. Mayor, cuando está por medio la televisión, diosa poderosa donde las haya.
Todo lo ficticio tiene un punto de realidad al forjarse en las mentes de las personas. Por eso se compone de deseos, experiencias y necesidades tan ciertas como la vida de los hombres y mujeres que han existido a lo largo de los siglos, o actualmente existen; aunque de ahí a la equiparación de lo real con lo imaginado, dándole idéntica categoría, exista una distancia de apreciación de grandes magnitudes.
Pero ¿cómo podemos asombrarnos?. Todos los días recibimos noticias similares, nuestra dependencia de las redes, con sus informaciones (verdaderas o falsas), sus juegos y curiosidades, es cada vez mayor y no digamos la de nuestros niños. Hoy, una cría o crío cualesquiera, medianamente inteligentes, manejan un ordenador y un móvil bastante mejor que lo hacemos nosotros y no digamos que nuestros padres. Sin desconfianzas previas. La pandemia y la reclusión que todos hubimos de tener como medida de prevención contra el contagio del Covid, nos retrajo tanto en el área de las relaciones sociales que las convirtió, junto con el trabajo y el ocio, en meras actividades on line. Virtuales y, dentro de lo posible, a la medida de cada uno. Ahora bien, confundir la realidad con cualquier versión televisiva de unos hechos inventados incide claramente sobre los relatos de los sucesos históricamente verdaderos. Y hasta puede confundirnos demasiado a todos, equivocando a las nuevas generaciones.
La mayor parte de nosotros no somos obsesos de los símbolos. Es más, incluso tenemos serias dudas sobre la idoneidad de muchos de ellos, a la luz de las certezas presentes. Pero eso no quita que, aceptada la colocación pública de unos y su significado, resulte insólito apostar por la puesta en escena, también pública, de otros, cuya importancia deriva tan sólo de la gran escenografía con la que han sido creados y expuestos. No puedo por menos que preguntarme cuál será el parecer de los estudiosos de genealogías y abolengos, si acaso se hubieran parado a pensar en este confusionismo existente, estupendamente descrito con la anécdota a la que nos estamos refiriendo. Hace unos diez o doce años, la retirada, por error, de un escudo de un jardín público, produjo la demanda de un particular contra el consistorio cacereño, a pesar de que dicho error fue prontamente subsanado y se pidieron disculpas por ello. Bien es verdad que las exigencias no eran entonces las mismas que ahora. Hoy, las circunstancias vitales y políticas son otras y lo mismo se puede decir de las demandas, éticas y no éticas, que presenciamos.